Una hamburguesa sin carne, ¿sigue siendo una hamburguesa? Hace unas semanas se debatía en el Parlamento Europeo una enmienda abordando esta cuestión, que enfrenta a la industria cárnica con los productores de alimentos vegetarianos. ¿Es legítimo llamar “hamburguesa”, “filete” o “salchicha” a los preparados vegetarianos que no llevan carne? ¿O es precisamente la presencia de carne de origen animal el requisito imprescindible para poder recibir ese nombre? El debate puede parecernos de primeras un asunto un tanto peregrino, pero el fondo de esta cuestión encierra uno de los grandes temas de la Lingüística: el problema de cómo los hablantes definimos las categorías y acotamos los significados.
Supongamos que tuviéramos que definir qué es una sopa. Podríamos partir de la definición de un diccionario y decir que una sopa es un alimento compuesto por “caldo y otros ingredientes sólidos cocidos en él”. En principio, bajo esta definición caerían buena parte de las sopas de este mundo. Pero no es difícil encontrar ejemplos de cosas que solemos considerar sopa y que no caben en esta definición: el gazpacho, por ejemplo, se suele considerar una sopa fría, a pesar de que ni lleva caldo, ni está cocido. ¿Es el gazpacho un tipo de sopa? Si consideramos que sí, ¿lo es entonces también un cuenco de leche con cereales?
Por otro lado, y a la luz de la definición del diccionario, quizá deberíamos considerar los melocotones en almíbar un tipo de sopa, porque al fin y al cabo es un plato compuesto por un ingrediente sólido (el melocotón) cocido en un caldo de agua y azúcar. Podríamos dedicar horas a refinar nuestra definición de sopa, pero siempre acabaríamos encontrando ejemplos insatisfactorios, bien por un exceso de generalización, bien por defecto. Sin embargo, ninguno de estos ejemplos supone un problema real para un hablante competente porque los hablantes somos perfectamente capaces de identificar cuándo algo es una sopa y cuándo no.
Este sketch de la BBC (en inglés) ilustra en tono cómico la dificultad que entraña dar con una definición satisfactoria a qué alimentos son sopa:
El problema es que, aunque las definiciones son útiles y muchas veces necesarias, los hablantes no categorizamos el mundo agarrándonos exclusivamente a una serie de características previamente definidas. Lo que se propone desde la psicolingüística es que cuando los hablantes manejamos categorías y conceptos tenemos inconscientemente en la cabeza uno o varios ejemplares concretos que consideramos prototípicos, es decir, ejemplos que los hablantes consideran buenos representantes de esa categoría y que son por lo general compartidos por los hablantes.
En el caso de la sopa, podríamos decir que la sopa de fideos es el ejemplo paradigmático, el ejemplar de la clase que mejor encarna la categoría. Contra ese ejemplo paradigmático (que llamamos prototipo) comparamos el resto de elementos para decidir si pertenecen a la misma categoría o no. Una sopa castellana estaría lo suficientemente cerca del prototipo para ser llamada sopa; un gazpacho estaría notablemente más lejos del prototipo, pero lo suficientemente cerca para seguir siendo una sopa. El melocotón en almíbar, en cambio, se parece tan poco a la sopa de fideos que nunca lo consideraríamos una sopa. Es decir, no se trata de que un objeto cumpla con una serie de requisitos o definiciones abstractas para definirlo como sopa, sino que es la comparación respecto al ejemplo prototípico de la clase (en este caso, la sopa de fideos) lo que establece su sopidad.
La teoría del prototipo (formulada por la psicolingüista americana Eleanor Rosch en los años 70) convierte la categorización en un fenómeno continuo. Dicho de otro modo, la pertenencia de un elemento a una categoría no se entiende como una dicotomía (o blanco o negro) que emana de que se cumplan o no una serie de condiciones necesarias y suficientes; al contrario, en la teoría del prototipo la pertenencia se entiende como una escala gradual llena de grises en la que un objeto determinado pertenece más o menos a una categoría según cuánto se parezca al prototipo. Así, por ejemplo, si hablamos de aves, un ruiseñor o un cóndor probablemente serán ejemplos más prototípicos en la cabeza de los hablantes que un pingüino. O, si hablamos de fruta, la manzana será mucho más prototípica que la ciruela. No es que la ciruela no sea una fruta o que el pingüino no sea un ave (en un sentido estrictamente taxonómico ambos lo son), pero en términos lingüísticos resultan menos prototípicos.
Este choque entre condiciones versus prototipo es el que aflora también cuando jugamos al clásico juego del Scattergories: aun cuando un pulpo cumpliese (pongamos) las condiciones de vivir en una casa, recibir un nombre y ser tratado como un integrante más de la familia, la idea del pulpo como animal de compañía nos genera extrañeza porque el pulpo es un ejemplo muy poco prototípico de mascota. Las acaloradas discusiones que este juego de mesa suscita son, en último término, un conflicto por dirimir qué respuestas de las dadas por los jugadores están lo suficientemente cerca del prototipo para darlas por buenas.
Del mismo modo, la teoría del prototipo es lo que subyace a los recurrentes debates en torno a si un determinado plato cuenta como paella o es arroz con cosas: mientras que para los guardianes de la ortodoxia gastronómica solo se puede llamar paella a aquel arroz que cumple una lista muy concreta de características, para el común de los mortales paella es todo aquel arroz que se parezca lo suficiente a la idea paradigmática que tenemos de paella valenciana, sin que haya una lista explícita de ingredientes o preparaciones que debe o no debe llevar.
Volviendo a los sustitutivos de carne y a las leches vegetales, el uso generalizado en la lengua parece dar a entender que, al menos en la mente de los hablantes, las bebidas de soja y las hamburguesas de espinacas nos resultan lo suficientemente parecidas a sus respectivos prototipos (la leche de vaca, la hamburguesa de ternera) como para denominarlas así, aun cuando no hayan salido de las ubres de ningún mamífero o hayan mugido nunca.
Es razonable, no obstante, que en el ámbito legal o en el campo de la ciencia se busque consensuar definiciones más aristotélicas que prototípicas: al fin y al cabo, la definición dada en términos prototípicos resulta por su propia naturaleza un tanto pantanosa y no permite separar nítidamente unas categorías de otras. Pero debates como este nos permiten asomarnos a los problemas de definir y comprobar cómo la Lingüística está por todas partes, también en las baldas del supermercado o en las sesiones del Parlamento Europeo.