Aquí hay tomate
No me siento con autoridad para dictar sentencia sobre la calidad del “tomate español”, sobre todo si por calidad entendemos no solo su sabor, sino su grado de dependencia de fertilizantes químicos. Mucho menos sé si es el mejor del mundo como leo a estas horas en las alborotadas redes sociales, entre otras cosas porque no he probado el tomate de, por ejemplo, Kazajstán, para poder establecer comparaciones. Lo único que puedo decir sin temor a equivocarme es que hay ciertos tomates españoles que me parecen normalitos, a veces insípidos, y otros, habitualmente más caros, que se me antojan manjares. Lo mismo podría decir de los vinos o las alcachofas, españoles y extranjeros. Supongo que en las valoraciones de calidad intervienen diversos factores, entre ellos la singularidad de las papilas gustativas del consumidor y el método de cultivo, cuidado, cosecha y comercialización del producto.
Viene esto a cuento de la polvareda que ha levantado la exministra socialista francesa Ségolène Royal al afirmar que, mientras su país “hace un esfuerzo de calidad y seguridad alimentaria al disminuir los pesticidas que dañan al medio ambiente”, productos españoles incumplen “escandalosamente” esos estándares. Y enfiló su crítica hacia uno de nuestros productos estrella: “¿Habéis probado los tomates bio españoles? Son incomestibles”. El presidente Sánchez respondió a su agresiva correligionaria con elegancia y moderación, consciente seguramente de que avivar una polémica podría tener el efecto indeseado de esparcir dudas sobre la agricultura española. Se limitó a invitar a la exministra a nuestro país para que descubra por sí misma que “el tomate español es imbatible”. Pero Royal volvió a la carga, y en un extenso tuit, después de agradecer la respuesta “cortés” del presidente, le espetó que las condiciones sanitarias de los productos agrícolas españoles son más laxas que las francesas, lo que se traduce en una “competencia desleal”. También se refirió a la “competencia desleal” a la que supuestamente está sometida la agricultura francesa el primer ministro Gabriel Attal, aunque sin citar a ningún país en concreto.
No es la primera vez que políticos y agricultores de Francia arremeten contra los productos españoles, que con sus precios más competitivos empujan a la baja el mercado del país vecino. Sin embargo, a lo que estamos asistiendo ahora no es solo a las tradicionales escaramuzas agropecuarias hispano-francesas, que también, sino a unas tensiones de más amplio alcance en el campo europeo. En diversos países han comenzado ruidosas protestas del sector agrícola, y todo apunta a que la ola se extenderá en los próximos días. Lo que se debate es mucho más que el futuro de un sector vital para Europa, lo cual en sí mismo bastaría para encender todas las alarmas, sino también el propio modelo del proyecto europeo ante el riesgo de que fuerzas euroescépticas, cuando no antidemocráticas, aprovechen el río revuelto para expandir su discurso beligerante contra la “dictadura” de Bruselas, la profundización de las políticas ambientales o la globalización, por citar tres de los caballos de batalla predilectos de derecha extrema.
Dichas fuerzas se frotan con excitación las manos cuando los sindicatos agrarios, con más o menos fundamento según el caso, cuestionan a la UE por no ocuparse debidamente del sector, sobre todo en un momento especialmente complicado por los efectos de la guerra en Ucrania; cuando piden relajar las exigencias sobre topes en el uso de pesticidas, lo que supondría un preocupante retroceso en la apuesta por la sostenibilidad, o cuando cuestionan los acuerdos de libre mercado con países extracomunitarios, cuyo desarrollo depende en buena medida de estos pactos. Santiago Abascal lo sintetizó con nitidez en un mensaje en X: “Progresistas y globalistas han llevado el campo a una situación límite (…) En Vox tienen todo nuestro apoyo, solidaridad, admiración y nuestro compromiso de derogar la agenda verde que les conduce a la ruina”. De la explotación de recolectores agrícolas, primordialmente africanos, en numerosos cultivos ni se habla. Y debería entrar en el debate.
Lo que no se pueden permitir los defensores del proyecto europeo es sembrar discordia entre países como ha hecho de manera irresponsable la exministra francesa Ségolène Royal, al denigrar los productos españoles
Es tan endiablada la situación que, por ejemplo, los sindicatos españoles se quejan de la “competencia desleal” de la carne chilena en el ámbito de Mercosur con los mismos argumentos sanitarios con que Francia se queja del tomate español, mientras que Vox, más centrado en su agenda islamófoba, exige derogar el acuerdo agrícola de España con Marruecos. En estas circunstancias, lo que se impone no es reprochar a los sindicatos agrarios que puedan ser utilizados por fuerzas reaccionarias o coincidir puntualmente con ellas, sino que la Unión Europea actúe con celeridad para atender un problema sin duda real, buscando un equilibrio entre el apoyo a los agricultores y la apuesta por la sostenibilidad del campo, y quebrar así el marco narrativo a la ultraderecha.
No es sencillo: la inflación, agudizada por la guerra en Ucrania, golpea a los primeros –y a buena parte de la población–, al tiempo que poderosos lobbies presionan para dar marcha atrás a la cultura ecologista que se ha ido abriendo paso, no sin dificultades, en Europa. En cualquier caso, los líderes y políticos comprometidos con el proyecto europeo tendrán que hacer un esfuerzo por entenderse, en vez de dejarse arrastrar por el discurso de las fuerzas más extremistas como está ocurriendo con el Partido Popular Europeo y con diversas formaciones conservadoras nacionales, incluido el PP. Y en vez de sembrar discordia entre países como ha hecho de manera irresponsable Ségolène Royal, por fortuna una estrella política en declive.
Tal como apuntaba nuestra corresponsal en Bruselas, Irene Castro, es probable que la extrema derecha haga una exhibición de fuerza en las elecciones europeas de junio, con victorias en hasta nueve países. Con el estallido de las protestas agrarias, la UE se enfrenta a la disyuntiva de convencer a los votantes de que el proyecto común tiene más sentido que nunca o permitir que otros rentabilicen el malestar para imponer una agenda ajena a los valores europeos.
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