Es que los hemos mimado mucho
Últimamente me pasa que en las reuniones de amigos baby boomers a las que asisto no se habla de otra cosa que de las generaciones que nos siguen. Sobre todo de los que tienen entre 20 y 35 años, por poner una horquilla. Hablamos de ellos con ínfulas pontificias, preocupados por su futuro y críticos con su “pasotismo” frente a “lo que se les viene encima”. Observo que nos hemos construido un estereotipo de ellos: tienen la piel muy fina, no aceptan la menor reprimenda, se resisten a entrar en la adultez y eluden construir relaciones afectivas estables, menos aun formar una familia. “Prefieren quedarse en casa de papá y mamá y, en vez de ahorrar, se gastan lo que tienen en esos viajes baratos que hay ahora”, apostilla siempre alguien en la reunión. Cuando acuden a una entrevista de empleo lo primero que preguntan es cuánto van a ganar y el horario de trabajo; abandonan los empleos como si fuesen un kleenex de usar y tirar; no desarrollan ningún aprecio por la empresa cuando tienen la suerte de ser contratados, “no como en nuestra época, que nos esforzábamos por ir ascendiendo”. En un punto de la conversación, alguien hace un ejercicio de autocrítica: “Es que los mimamos demasiado”. A lo que siguen frases del tipo: “Esto pasa por haberles dado de todo, no como antes, que teníamos que salir a trabajar incluso estando en la universidad”. De pronto se escucha una voz que parece pedir perdón por llevar la contraria: “¿Y si resulta simplemente que son más inteligentes que nosotros? ¿Que, a diferencia de nosotros, no se dejan domesticar por el sistema y quieren vivir la vida? ¿Que tienen menos tolerancia que nosotros a los abusos y la falta de respeto?”.
Más allá de si el estereotipo se ajusta o no a la realidad, lo que me llama la atención de estos debates es que partimos de la premisa de que los jóvenes son como son por elección propia, por una especie de capricho colectivo, y rara vez nos tomamos el trabajo de profundizar en las causas de que las nuevas generaciones respondan al retrato que nos hacemos de ellas. No es cierto que todo está en Marx, como tanto escuché decir en los agitados años 70 cuando cursé un par de años de Economía. El pensador alemán, por ejemplo, pronosticó que las contradicciones del capitalismo llegarían a su paroxismo con el desarrollo industrial, sin imaginar que las relaciones de producción industriales serían superadas por lo que llamamos hoy la financiarización de la economía. Sin embargo, el método de análisis marxista sigue siendo una herramienta muy útil para entender fenómenos sociales que muchas veces parecen surgidos de chispazos espontáneos, como el de esta generación que creemos que es así porque la hemos mimado más de la cuenta. Si queremos de verdad entenderla, es inevitable hablar de infraestructura y superestructura.
A riesgo de sintetizar demasiado, la infraestructura es la base material de las sociedades –el modelo económico, las fuerzas productivas, las relaciones de producción–, y sobre ese pilar se erige la supraestructura, que son las leyes, los sistemas políticos, las manifestaciones religiosas, las creaciones literarias o artísticas, las modas, las corrientes de pensamiento… Si comparamos la realidad económica de los años 80-90 con la actual, entenderemos en buena medida por qué nuestra generación del baby boom es tan distinta a la que nos ha sucedido. Esta ha crecido en un mundo fuertemente impactado por el neoliberalismo y la globalización económica, en el que la inestabilidad laboral y la precariedad salarial impiden establecer vínculos sólidos, mucho menos afectivos, con las empresas y en el que las posibilidades de emancipación juvenil son cada vez más complicadas. No significa que los tiempos pasados fueran bucólicos, pero existía al menos la percepción de que se podían hacer planes de vida, de que el empleo, cuando se conseguía, era duradero, de que la vivienda era más asequible (no tanto como algunos nostálgicos pretenden) y de que al final del camino esperaba una pensión. Los jóvenes de hoy, en muchos casos mejor preparados que nosotros, con másteres a las espaldas, se dan con un canto en los dientes si los contratan temporalmente por 1.100 euros al mes; comparten con otras personas pisos de alquiler hasta bien pasada la treintena, y rehúsan traer hijos a este mundo tan incierto. ¿Qué esperamos de ellos? ¿Que aspiren a ser el empleado o la empleada del mes en una empresa donde tal vez prescindan de ellos unos días más tarde?
No. No son así porque los hayamos mimado mucho. Quizá hemos sido más espléndidos y más tolerantes con ellos de lo que fueron con nosotros nuestros padres. Pero les hemos hecho un daño inconmensurable al permitir sin apenas resistencia que el mundo en que les ha tocado llegar a la adultez sea lo que es hoy: un lugar inhóspito, impredecible, en del que carecen de coordenadas. La infraestructura que hemos contribuido a cimentar se está cebando en ellos. Ellos no son como son –o como los vemos– por un ejercicio deportivo de libre albedrío. Su forma de pensar y de actuar, que tanto nos preocupa, no es una corriente de moda de pasotismo o irresponsabilidad. Es supraestructura.
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