Ana y Andrés navegaban por ríos heteronormativos.
Él llevaba tiempo aplastado por el peso del privilegio. Era un varón blanco, heterosexual y de clase media en pleno occidente. ¿Cómo no sentirse culpable? ¿Cómo no saberse el enemigo en casi cualquier campo de batalla?
También Ana se torturaba porque, a pesar de ser feminista, no lograba, como muchas de sus amigas, ingresar en el colectivo LGTBIQ. Por algún motivo, le seguían gustando los hombres, y aquel síndrome de Estocolmo le traía por la calle de la amargura.
Se conocieron en un concierto de músicas del mundo que organizó una cafetería vegana basada en el modelo de economía circular. Les presentó un amigo que hacía ukeleles con escobas y alambres cogidos de la basura, y el amor surgió de inmediato.
Hablaron largamente de gluten, de coitocentrismo y de las torturas a las que los pollos eran sometidos en los criaderos. En un momento dado, él rompió a llorar y clamó:
—¡¿Acaso somos mejores que las aves?!
No lo eran, y Ana supo entonces que estaban hechos la una para el otro y viceversa.
Se amaron simultáneamente y en idéntica proporción para evitar establecer una relación desigual que pudiese derivar en dejes posesivos. No se cogían de la mano para no objetualizarse y practicaban el poliamor cuando estaban muy borrachos.
Carecían de días libres porque celebraban toda clase de rituales, dejando así claro su respeto y compromiso con las más diversas culturas. El día que no tenían hanukkah estaba el final de Ramadán o la Tomatina.
Su relación, como todas, pasó por baches. Andrés había hecho primero de bioquímica y Ana un cursillo de homeopatía. Él se calló su opinión al respecto hasta que un día, tras asistir a una performance muda de 8 horas y 45 minutos, se vino abajo y confesó:
—A mí es que, si no hay paper, me cuesta mucho.
Ana se sintió decepcionada por aquella racionalización tan evidentemente occidentalista, pero aplacó los sentimientos negativos con técnicas de mindfulness, y replicó:
—¿Acaso tiene paper nuestro amor?
Así acabó la discusión. Porque la verdad, como ambos sabían, no es sino un fenómeno cultural.
Ella se quedó embarazada y alumbró en una piscina hinchable con un disco de Natura de fondo en el que se suponía que cantaban arapahoes pero estaba grabado en Silkeborg, Dinamarca.
A la niña la llamaron Zoe, que quiere decir “vida” en algún idioma. No la escolarizaron, evitando de este modo limitar sus aspiraciones a los prejuicios de la educación formal capitalista. Tampoco la vacunaron para no entrar en el juego de la farmaindustria. Aunque casi se les muere de varicela a los seis años, se salvó gracias a que su madre compró una piedra de aguamarina y su padre convenientemente esparció las energías por toda la casa.
Andrés y Ana fueron felices y comieron tofu con forma de perdices. Y, aunque se amaron largo tiempo, no lo hicieron para siempre para no caer en marcos cognitivos impuestos por el sistema.