La historia interminable
El viaje de Bastian a Fantasía escrito por Michael Ende nos puede ayudar a reflexionar sobre lo que supone entrar en la política institucional. También sobre el cambio que precisamos a tres meses de las elecciones en un momento trascendental para toda Europa. Un aviso previo: la película no nos sirve, por mucho que su música y la representación que se hizo en ella del dragón blanco de la suerte, Fújur, permanezcan como mitos de toda una generación. Flaco favor hicieron a un gran libro.
En España avanza la Nada, los personajes pierden color en cada sondeo y muchos temen ser engullidos tan irremisiblemente como nuestro Estado de bienestar. La imaginación política parece secarse y empezamos a sospechar que el mero deseo de poder no lleva a ninguna parte. Eso es lo que pensé cuando abrí de nuevo este libro, casi treinta años después, para leerlo en voz alta a una niña que saltaba emocionada cuando aparecía Fújur y poco sospecha aún de los males de la política española.
No era precisamente esta la Historia Interminable con la que creía que me iba a encontrar. Claro que no la leía desde que tenía ocho o diez años. Compruebo sin embargo que diversos escritos la relacionan con los temas políticos y filosóficos más variados, también con el poder y sus demonios. Sigamos entonces.
Bastian Baltasar Bux, el protagonista, pasa de ser el simpático lector de la primera parte, acomplejado y acosado por sus compañeros, encerrado en el desván del colegio, leyendo bajo la luz de su candelabro de siete brazos como leen los grandes lectores, es decir, metiéndose en la historia por entero, a convertirse hacia el final del libro en un flamante tirano capaz de despreciar amistades y buenos consejos mientras se deja encandilar por la envenenada adulación de Xayide. Humillando a Hynreck el Héroe, abandonando a su querida mula Yicha, causando la batalla más sangrienta que conociera Fantasía precisamente contra quien fuera su mejor amigo, el sensato y valiente Atreyu.
¿Cuál ha sido la causa de semejante transformación?
Tras salvar a la Emperatriz Infantil dándole un nombre —esa capacidad tan humana que emparenta a los poetas con la creación y cívicamente con la fundación de las ciudades—, Bastian recibe como regalo la Alhaja, Áuryn, que le permite ir cumpliendo aquellos deseos que realmente se instalan en su interior.
¿Qué mayor signo de omnipotencia que el cumplimiento inmediato de nuestros deseos? Por esto lloran desconsolados los bebés… y a veces los adultos. Aprender que no es posible la realización inmediata de todo aquello que queremos, aquí y ahora, es uno de los aprendizajes esenciales de la vida.
Pero Bastian, como tantos otros, cae de nuevo en esto que nos marca desde la cuna. A lo que se añade otra dificultad: por cada deseo que ve cumplido se verá recortada su memoria, irá olvidando quién es. Irremediable olvidar, pues nos mantiene sanos. Pero ¿llegar a olvidarnos de nosotros mismos?
Así tenemos a Bastian deseando ser alto, guapo y fuerte, poderoso, valiente, magnánimo, admirado por su bondad, sabio, temido por su fuerza, seguido por millones. Y todo lo va logrando. En una sucesión de capítulos admirables, poco a poco, el que fuera un bondadoso e inseguro muchacho se olvida de sí mientras se convierte en el poderoso jefe de millones, que lo siguen por las tierras de Fantasía atentos a sus órdenes.
La amistad con Atreyu poco a poco se resquebraja, asomando la competencia, la imposición de fidelidades, la envidia. La melancolía del dragón blanco de la suerte, Fújur, quien con su voz de bronce entona su tristeza en vuelos cada vez más bajos, da cuenta de lo que sucede cuando dejamos atrás a los amigos de verdad cegados por el oropel, la fama o el poder. Bastian será incluso capaz de herir gravemente a Atreyu en su terrible huida hacia adelante. Olvidará por completo que fue un excelente contador de historias y, peor aún, no recordará que tiene a su padre esperándolo más allá de Fantasía.
Cuanto más nos ciega el deseo de poder, también de reconocimiento público, más nos perdemos a nosotros mismos. Nos olvidamos de quiénes fuimos. Esta es una de las tantas enseñanzas que acoge el libro de Ende.
Hay un capítulo magnífico, el dedicado a la Ciudad de los Antiguos Emperadores. Allí va a parar Bastian tras la última batalla de la Torre de Marfil, habiendo perdido casi todos sus recuerdos mientras persigue a su antiguo amigo Atreyu.
La ciudad es absurda, los puentes andan a medio hacer, las pirámides se aguantan sobre su cúspide, las casas tienen puertas en los tejados y se levantan suelos en lugar de muros. Sus habitantes se muestran “febrilmente activos”, pero van de acá para allá sin ningún sentido en sus tareas. Acá uno persigue pompas de jabón para pegarle un sello y allá otro aporrea con su martillo un calcetín. No envejecen, pues sin pasado carecen de porvenir. Tampoco hablan, pues han perdido el lenguaje y con ello la capacidad de narrar, de contarse quiénes son y dónde están.
Todos habían sido en el pasado Emperadores de Fantasía, explica el vigilante de la ciudad, el inquietante monito Ártax. O al menos lo habían pretendido. La omnipotencia política, el deseo de triunfar sobre toda Fantasía, ser los únicos y más grandes, superando incluso a aquella que salvaron en un comienzo —la Señora de los Deseos, a quien Bastian llamara Hija de la Luna, la Emperatriz Infantil, en realidad la figura divina del relato—, acarrea esta desquiciante consecuencia.
Bastian sale de la ciudad aterrado, dispuesto a no acabar allí sus días. Le restan pocos deseos antes de perder por completo la noción de quién es. Y entre las aventuras que le llevarán a la salvación destaca su estancia —precisamente se llama así— en la Casa del Cambio. Allí descansará, le cuidará doña Aiuola, comerá bien, dialogará sobre sus aventuras, pensará sobre sí y sobre ellas, al final llorará, dormirá. En sus habitaciones el cambio es continuo, siempre hay algo nuevo que descubrir. Es posible transformar la política tanto como reencontrarse con uno mismo.
Bastian partirá de la Casa del Cambio dispuesto a encontrar, con el último deseo que le queda, la vuelta a su hogar. Pasará por esa mina de sueños frágiles que es el Pozo Minroud —donde habita el minero ciego Yor y se respetan los silencios— que permite a Bastian volver a vincularse mediante el sentimiento a quien le resulta más cercano, más real, al padre hundido aún por la pérdida de la madre. De ahí pasará a la definitiva prueba de amistad donde Atreyu y Fújur le apoyarán, le traducirán, le salvarán. Y donde finalmente se comprometerán a seguir las historias que, como siempre sucede, han quedado a medio contar en Fantasía.
Bastian no solo logrará volver a casa y recordar quién es, también se aceptará, habrá aprendido a modular sus deseos, a ligarse a los suelos reales y las personas cercanas, no a las imposibilidades abstractas del poder. Habrá completado lo que algunos autores llaman viaje teórico, en realidad un viaje muy humano.
Quienes se han atrevido a dar el paso en estos meses a la política institucional han podido perderse en los caminos que llevan a la Ciudad de los Antiguos Emperadores. Le pasó hasta a Bastian. Lo importante ahora es que a tres meses de unas elecciones cruciales muchos hayan podido meditar sobre sus recientes aventuras, su relación con el poder y la fama… y sobre todo que tengan muy claro que la Nada avanza. Necesitamos del heroísmo discreto, de la audacia y de la amistad de muchos para dar la vuelta a un panorama electoral que nos puede traer todavía más desgracias a todo el país.
Michael Ende se alegraba de que le leyeran los más jóvenes, pero él insistía en que escribía también para los mayores. Lo que se narra en La Historia Interminable no dejará de suceder una vez tras otra, seguro, pues así es en parte la relación que el ser humano puede llegar a entablar con el poder cuando accede a una mínima posición política. Pero tampoco dejemos de resistir para lograr, espero que más pronto que tarde, un final medianamente feliz donde logremos entendernos mejor a nosotros mismos y hacer de verdad política con mayúsculas.