Si en esta ocasión dedico este espacio a hablar de la huelga, de este fundamental derecho constitucional de las personas trabajadoras, es porque, entre muchas huelgas en diversos sectores y empresas, coinciden en este momento en el tiempo dos huelgas que me suscitan algunas reflexiones generales.
Me refiero a las huelgas del personal del personal médico de los servicios sanitarios de Atención Primaria de la Comunidad de Madrid —creo que es este el personal huelguista y, si no fuera así, pido ya de antemano disculpas— y a la de las/os letradas/os de la Administración de Justicia. Referencia que, sin pronunciarme sobre cada una de estas dos huelgas y sin querer comparar en absoluto las mismas ni sus reivindicaciones ni apoyo ciudadano, me va a servir para preguntarme sobre cuestiones básicas relacionadas con el ejercicio de este derecho fundamental en el momento actual.
El derecho de huelga ha sido históricamente un elemento imprescindible para la defensa de los intereses de la clase trabajadora y ha caminado junto con la reivindicación de instrumentos de autotutela colectiva como la negociación y el conflicto en el marco del reconocimiento de la libertad sindical. Derecho fundamental reconocido hoy en el artículo 28.2 de la Constitución. Un derecho caracterizado por su carácter individual pero de ejercicio colectivo, mediante la cesación del trabajo, siendo esta precisamente la forma más antigua y tradicional de huelga, y la consiguiente perturbación del proceso productivo.
En este sentido, basta recordar los razonamientos del Tribunal Constitucional en su sentencia 11/1981, en la que examinó el ajuste a la Constitución del Real Decreto Ley 17/1977, de 4 de marzo, sobre relaciones de trabajo –RDLRT—. En efecto, en dicha sentencia, el Tribunal Constitucional expresó que la huelga es “una perturbación que se produce en el normal desenvolvimiento de la vida social y en particular en el proceso de producción de bienes y servicios que se lleva a cabo en forma pacífica y no violenta, mediante un concierto de los trabajadores y de los demás intervinientes en dicho proceso” y que “puede tener por objeto reivindicar mejoras en las condiciones económicas o en general en las condiciones de trabajo, y puede suponer también una protesta con repercusión en otras esferas o ámbitos”.
Es claro también que el legislador constitucional fue asimismo consciente de que el ejercicio de este derecho tiene importantes peculiaridades cuando se produce en servicios esenciales de la comunidad, supuesto en el que se prevé que se establecerán las garantías precisas para su mantenimiento. En palabras del propio Tribunal Constitucional, ello significa que “el derecho de los trabajadores de defender sus intereses mediante la utilización de un instrumento de presión (…) cede cuando con ello se ocasiona o se puede ocasionar un mal más grave que el que los huelguistas experimentarían si su reivindicación o pretensión no tuviera éxito”.
Y llegamos al núcleo duro del debate, esto es, a la cuestión de si una huelga en servicios esenciales ha de tener o no límites y cuáles habrían de ser, en su caso, estos. Recordemos a este respecto que son servicios esenciales, según el propio Tribunal Constitucional, “aquellas actividades industriales o mercantiles de las que derivan prestaciones vitales o necesarias para la vida de la comunidad”, subrayando el “carácter necesario de las prestaciones y su conexión con atenciones vitales”, así como que “para que el servicio sea esencial deben ser esenciales los bienes e intereses satisfechos”, siendo estos “los derechos fundamentales, las libertades públicas y los bienes constitucionalmente protegidos”.
Dejando de lado los muy interesantes debates al respecto, recordaré la inexistencia de una ley de huelga posterior a la Constitución, y el “remiendo” que el Tribunal Constitucional hubo de hacer en el anteriormente citado RDLT para su adecuación a este entonces recién proclamado derecho fundamental. Sin duda, una de las dificultades u obstáculos más importantes para elaborar una ley de desarrollo de este derecho ha sido la cuestión relativa a los servicios esenciales y su regulación, así como al histórico axioma de la izquierda europea sindical y política, cercana y propia, de que “la mejor ley de huelga es la que no existe”. Consideración que no deja de suscitarme dudas, teniendo en cuenta que es, según creo, el único derecho fundamental no regulado tras la entrada en vigor de la Constitución, aunque hay que recordar que hasta 1996 hubo intentos de hacerlo, todos ellos frustrados. Lo que revela una clara incapacidad política y sindical de abordar esta cuestión de manera “moderna” e integral.
En cualquier caso, no es la falta de regulación posconstitucional la que genera los problemas, o no la única causa, al menos. Sin duda, siguiendo los dos ejemplos de huelgas actuales antedichas, constataremos que se trata de “servicios esenciales” en los que se están desarrollando “derechos fundamentales, libertades públicas y bienes constitucionalmente protegidos” de la ciudadanía —claramente, desde luego, el derecho a la salud y sus derivadas y a la tutela judicial efectiva—.
Ocurre, entonces, que, en una huelga en este tipo de servicios, por más que mediante las decisiones de la autoridad gubernativa se “mantenga” el servicio esencial, ello no alcanza —ni debe— el “nivel de rendimiento habitual” ni ha de asegurarse “su funcionamiento normal” —todo ello en palabras también del Tribunal Constitucional, respetuosas con el contenido de este derecho fundamental—. Lo que genera un claro conflicto entre los intereses y derechos en juego de la ciudadanía.
Conflicto que, en mi humilde opinión, no tiene hoy solución, salvo la de la apelación a la responsabilidad de la patronal —la correspondiente Administración pública, en los casos mencionados y otros similares— y la correlativa de las personas huelguistas.
Algo que, en 2023, debiera tener otra visión y otra salida. Máxime cuando se trata, en gran medida, de colectivos con gran capacidad de visibilización pública y de presión política. Ay, he dicho “política”, justo la palabra maldita. Sí, es una palabra proscrita cuando va asociada a la “huelga”, pero es utilizada por cualquiera que ejerce de “patronal pública”. A los hechos me remito: tanto la presidenta de la Comunidad de Madrid, Sra. Díaz Ayuso, como el secretario de Estado de Justicia, Sr. Rodríguez, han calificado tales huelgas como “políticas”, en el ámbito de sus respectivas competencias y como “patronos” interpelados.
Es claro, por otra parte, que se trata de un calificativo lanzado en ambos casos “a humo de pajas”, sin pensar en su significado ni en las consecuencias reales que ello podría tener, de ser así, sirviendo ello únicamente como “escudo político” y negación de las reivindicaciones profesionales planteadas, sean más o menos justas o justificadas, en lo que no entro, y constituyendo un claro intento de deslegitimación de la huelga, sus reivindicaciones, las organizaciones convocantes y quienes la siguen.
Para terminar en positivo, pondré un ejemplo de protesta sin huelga, uno de muchos. Al menos hasta el día de hoy, en el Hospital Donostia, hay un importante conflicto de, al menos, las/os jefas/es de servicio —o una parte— con Osakidetza. Pues bien, el conflicto se está expresando con concentraciones, no con cese de la prestación del trabajo, no con una huelga. Y no se crean ustedes, ello no rebaja, al menos en mi consideración, ni un ápice ni su intensidad ni su razón —la que sea— ni el debate político generado sobre la gestión sanitaria, en este caso, del Gobierno Vasco.
Pues nada, todo esto para pretender expresar dos ideas principales. En el orden que quieran. Una: la reflexión sobre los inmensos —y, en ocasiones, irrecuperables— perjuicios que estas huelgas generan para algunos derechos fundamentales y básicos de la ciudadanía y la posibilidad de desarrollar la legítima, sana e imprescindible protesta mediante otros cauces en colectivos con capacidad de visibilización para ello. La otra: la correlativa apelación a la responsabilidad de la “patronal política” para dialogar como si le fueran en ello “la producción y los beneficios empresariales” y recordando que el viejo dicho de que “quien no llora no mama” no es sino otra injusticia más, pues hay quien no llora porque no puede o quien, aunque llore, no se le escucha, aunque tenga el mismo derecho a mamar. Y si esto se respetara, si se diera de mamar a quien lo necesita y merece, si se alimentaran y dotaran los servicios públicos esenciales como es debido, sin exigir un llanto intenso y prolongado, las cosas, seguramente, serían distintas.