Felipe VI se aprendió su papel y lo defendió con ganas, pero le faltaba un buen guión. Cuando falla el argumento, no basta con hacerlo bien. Hay que bordarlo. Nadie habla del guionista hasta que la historia se cae y se le echa en falta.
La dirección artística estuvo a la altura. Buscó un escenario alegre y optimista, dominado por el blanco y los colores vivos. Se puso una animada corbata azul a juego con sus ojos. Se dejó una barba cuidada que le hace parecer más maduro y más rey. Eliminó toda referencia a su padre, quien solo apareció en una fotografía lateral desde un plano general servido cuando ya iban ocho minutos de mensaje. No quedaba sitio para el pasado en la escena. Solo había espacio para el futuro y para la nueva familia real.
El protagonista, Felipe VI, afrontó su alocución con el brío de un cadete en su primer día en la academia militar. Alguien le insistió demasiado en que debía mover ambas manos cada vez que quisiera recalcar algo y no fue capaz de dejarlas en reposo. A su interpretación le sobró actuación. Cuando se nota tanto que andas leyendo el 'autocúe', los aparentes gestos de complicidad y cercanía solo consiguen distanciar más al espectador. Seguramente habría resultado mejor idea haber intentado recordar más al rey que conocemos. No a uno que parece recién salido del Actor's Studio.
El libreto empezó por donde debía, por la corrupción. Aparentemente el rey disponía de tres opciones para gestionar el banquillo de su hermana, aunque en realidad solo tenía una no del todo mala. No podía evitarlo como si no hubiera sucedido. Despacharlo con una mención constituía un grave error. Lo mejor que podía hacer era afrontarlo con contundencia y asumir las consecuencias. Eligieron el peor guión. Ya hemos visto demasiadas veces esta película dónde se habla de corrupción en general, se comprometen a cortar por lo sano en general y nos anuncian que somos iguales ante la ley en general. La corrupción que atañe al monarca no es la corrupción en general de los servidores públicos. Es la concreta de su familia, porque esa sí la puede solucionar. Pero tampoco tocaba hablar de eso este año.
En lo que quedaba por decir no hubo grandes aciertos pero tampoco grandes errores, salvo autocitarse un par de veces. Habló del paro y de la crisis sin apartarse del discurso oficial sobre la recuperación que viene. Rindió homenaje al Estado de bienestar con ese tono de funeral que tanto gusta al Gobierno y eludió hablar de Catalunya como un problema político para tratar de encuadrarlo en el terreno de los sentimientos y el buenismo. El resto de España puede esperar, como la infanta.