Incluso los mejores republicanos deben reconocer a la Casa Real acierto en la sorpresa y contundencia en la ejecución. Después de tres años de errores, de ir dos pasos por detrás de los acontecimientos y reaccionar siempre tarde y mal, Zarzuela acierta por fin. Ya no quedaba rey para quemar y, a este paso, tampoco iba a quedar mucho príncipe que proteger. O se hacía ahora, o a lo mejor ya no se podría hacer.
El momento ha sido elegido con sagacidad. Una semana después de las elecciones europeas, cuando medio país reclama a Gobierno, partidos mayoritarios e instituciones que escuchen el mensaje y el otro medio se asombra por su falta de respuesta, la Corona aparece como la primera en responder y con potencia.
Mientras el PSOE se embrolla en un lío de procedimientos y reglamentos, Rajoy tira de millones para comprar nuestro cariño con un plan de recuperación que es puro marketing e incluso el magistrado más incapaz de la historia del Constitucional es cogido bebido y macarreando sobre su moto por Madrid, pega primero y pega dos veces el rey que parecía el más viejo, el más enfermo y el más cansado.
El corte ha resultado limpio y rápido. No es una abdicación. Es un divorcio exprés. Sin remordimientos, sin mirar atrás. En este país donde casi siempre casi nada cambia cuando debería, los cambios siempre viene así, cuando no queda más remedio y a toda velocidad. No se sabe si la prisa se debe al ansia por empezar una nueva etapa o a la necesidad de no dejarnos tiempo para pensar; aunque tiene más pinta de lo segundo.
El rey ha estado inteligente en su intervención. Ha tirado de clave generacional y de imaginario colectivo para intentar que visualizáramos en su heredero la reencarnación de aquel joven príncipe que venía a enterrar a Franco y reinar en democracia. El problema es que para buena parte de su audiencia, esas imágenes significan muy poco porque ni las vivieron. En su imaginario solo salen el rey cazando en Botsuana con sus amistades peligrosas, o Urdangarin y la infanta Cristina entrando en la audiencia de Palma.
El inminente Felipe VI tiene ahora la iniciativa. Mientras media clase política, sindical, mediática y empresarial nos preguntamos qué hacemos ahora y si eso del relevo generacional también rige para nosotros, deberá ir hasta el infinito y más allá, como el gran Buzz Lightyear. No tiene que arreglar una crisis de imagen o de comunicación. Debe reconstruir una institución entera. Sustituir el escándalo, la inestabilidad y la incertidumbre por el equilibrio, las reglas y la certidumbre.
De entrada, debería intentar evitar los tres errores básicos de su padre. El primero sería hurtar, ignorar, anular o resolver por decreto el debate República vs Monarquía. Negar los problemas no los resuelve. Por eso estamos como estamos, por tapar los problemas en vez de afrontarlos. El aún príncipe debería ser el primer interesado en promover y resolver ese debate, o con un referéndum, o con una reforma constitucional para que, quienes no pudimos entonces, votemos ahora nuestra Constitución.
El segundo sería no reducir a cenizas de inmediato y sin piedad la corte de los milagros que nos decían que no existía, pero que sí existía, hacía PowerPoints y cobraba cientos de miles de euros por mandarlos por email.
El tercero sería confundir popularidad y legitimidad. Puede que en la televisión parezca lo mismo, pero no lo son. A parte de estos detalles, el cielo es el límite. Si no puede evitar caer en estos tres errores, o carece de margen para no cometerlos, mejor que ni lo intente. Estaría perdiendo un tiempo que puede que ya ni tenga.