La ingeniería social de Milei
El nuevo presidente de Argentina ha provocado una conmoción política por sus ideas ultraliberales, así como por las formas con las que las comunica. En las últimas décadas nos habíamos acostumbrado a dirigentes como Donald Trump, capaz de sacar rédito electoral incluso a las excentricidades propias de un magnate estadounidense, pero lo de Javier Milei parece de otra liga. Se trata de alguien que dedica sus entrevistas a insultar a sus rivales, gritando tanto como le permiten sus cuerdas vocales, y que no ha tenido inconveniente en aparecer armado con una motosierra para explicar sus planes respecto a los servicios públicos.
La innovación es que Milei es un sincero y fervoroso creyente. A diferencia de otros políticos que han abrazado el neoliberalismo, y que están convencidos sólo a medias de sus virtudes como modelo de sociedad, Milei es un fiel seguidor de la doctrina. De hecho, sería imposible construir un personaje político tan singular sin que realmente la persona que lo encarna se crea fielmente todo lo que transmite en cada mensaje. Eso sí, la suya no es una religión tradicional, sino que su fe está depositada en el espíritu teórico de lo que se ha convenido en llamar anarcocapitalismo; un paquete de ideología ultraliberal que en determinados contextos sociopolíticos puede, como acabamos de comprobar, llegar a ser atractivo incluso para las clases populares.
La adhesión a estas creencias ha llevado a Milei a defender la supresión del Banco Central, una reducción brutal del presupuesto público en sanidad, educación y otros servicios básicos prestados colectivamente, la nula intervención del Estado en materia comercial y la desregulación del mercado de armas, entre otras muchas ideas similares. Cualquier observador con un mínimo de memoria verá aquí un eco subido de tono de aquel programa ideológico que inspiró el Consenso de Washington y que llevó a América Latina a lo que hoy se conoce como la década perdida de los ochenta. Recordemos que de aquello la región salió mucho más pobre, mucho más desigual y mucho peor preparada para los cambios que impuso la globalización.
En todo caso, la clave es que lo que ahora emerge es la versión canónica del modelo teórico neoliberal. Es más, Milei representa de forma descarnada todo lo que está mal en la ciencia económica contemporánea. Una disciplina que nació de las entrañas de lo que hasta entonces se había llamado Economía Política –a la que habían pertenecido tanto Adam Smith como Karl Marx– y que desde finales del siglo XIX pretendió asimilarse en prestigio y rigor a las ciencias físicas y matemáticas. Para ello la nueva ciencia económica tuvo que sacrificar al ser humano como ser social al mismo tiempo que sacralizó las virtudes del mercado. De ese pacto nació una visión del mundo que, llevada a su conclusión lógica, produce a los Mileis de nuestro tiempo.
El gran dolor que arrastramos los economistas es que, en nuestro campo, y como ocurre en otras ciencias sociales, no es posible realizar experimentos controlados con los que probar nuestras hipótesis de trabajo. Mientras los físicos experimentales trabajan con átomos en sus laboratorios, jugueteando con electrones y otras partículas subatómicas, a fin de ir produciendo conocimiento, los economistas no podemos aislar a los individuos de una sociedad y jugar con ellos para obtener respuestas que nos aporten algo. Nuestro conocimiento es de otra naturaleza, y esto se entiende bien por cualquiera que no sea un economista. Sin embargo, hay muchos de nuestros compañeros de profesión que se resisten a aceptarlo. Y de esa impotencia, que es también falta de humildad, nacen muchos monstruos. Porque esos economistas, como Milei, terminan considerando a los seres humanos como meros objetos que pueden ser tratados y moldeados a su gusto, en un ejercicio de ingeniería social inspirada en una doctrina profundamente errónea.
La construcción de la ciencia económica se basó en la suposición de que hay un dominio económico independiente del resto de ámbitos sociales, de tal manera que la acumulación de riqueza queda como un objetivo desprovisto de connotaciones morales. El individuo, encarnación de ese homo oeconomicus egoísta y hedonista, interviene a través de un dispositivo especial de coordinación llamado mercado, el cual convierte, a su vez y por arte de magia, cualquier tipo de vicio individual en una virtud pública. Milei cree firmemente, como tantos economistas, que nuestras sociedades funcionan exactamente así. No hubo nunca un laboratorio primigenio donde se descubrieran esos puntos cardinales del funcionamiento social. Más al contrario, ocurre como en la escolástica medieval, que primero se asume la fe en que las cosas funcionan así y luego se pontifica sobre cómo deberían comportarse los seres sociales para que todo encaje de acuerdo con lo sagrado.
La teoría dicta que todo funcionará siempre que los sujetos se comporten bien, esto es, tal como dicta el modelo y la fe. Una sociedad ordenada es una sociedad disciplinada. Y en el momento en el que se producen interferencias –y los principales sospechosos suelen ser el Estado y los sindicatos– el sistema falla por completo. Como somos seres sociales y no se nos puede forzar a comportarnos como apéndices de una fría maquinaria, el sistema siempre falla por algún lado. De ahí que la receta neoliberal nunca se agote; vale para un roto y para un descosido. Si algo falla es porque el mercado no es suficientemente libre. La fe mueve montañas, pero en este punto es bastante simple y predecible.
En todo esto Milei es un policía más que trabajará incansablemente para disciplinarlos a todos, pues su misión es la de convertirnos en seres de provecho, rectos y no distorsionados. Es el brazo ejecutor de la fe, el Torquemada del tiempo neoliberal. Por eso ha eliminado el ministerio del trabajo y ha centralizado muchas funciones bajo un nuevo ministerio llamado capital humano. Este concepto es un constructo economicista que asigna valor al trabajador en función de su acumulación de habilidades y conocimientos, esto es, en función de su contribución al proceso productivo. De manera ya incluso simbólica el ser humano es limitado y restringido a su capacidad para crear riqueza; rebajado desde la condición de ciudadano con derechos a la condición de recurso productivo equivalente a cualquier otro tipo de capital -una motosierra, pongamos.
La fe de Milei en el mercado autorregulado es total. Tanto es así que ha llegado a defender que la compraventa de órganos es un mercado más, esto es, un lugar en el que se encuentran dos seres humanos a transaccionar libremente los precios de las mercancías. No importa que uno sea un pobre con más hambre que dinero y el otro un ricachón o un especulador, porque el economista neoliberal no está para cuestiones morales y a él sólo le importa que existan precios libres. Esta es, de hecho, una vieja polémica. El antropólogo Karl Polanyi nos habló de que la tierra, el dinero y el trabajo eran en realidad capitales ficticios puesto que nunca habían sido producidos para ser mercantilizados. Lo de convertirlos en mercancías ha sido una cosa del capitalismo, una institución históricamente específica. Milei, como antes otros muchos antes que él, van mucho más allá y consideran que todo cuanto puede ser mercantilizado debe ser mercantilizado. ¿La razón? Que el dominio de lo económico es independiente de cualquier consideración social -incluyendo las consideraciones éticas-, y por lo tanto expandir el alcance de la lógica del mercado iría en beneficio de la comunidad.
Quizás leyendo todo esto han pensado ustedes en Adam Smith y su mano invisible. Efectivamente, esta metáfora smithiana ilustra el mecanismo que se encuentra detrás de la magia del mercado. Pero no sería correcto culpar a Smith de lo que hace Milei y quienes le acompañan. Smith fue un pensador liberal ilustrado, no un anarcocapitalista. De hecho, en su época sus ideas eran progresistas y éstas despertaban los recelos de los elementos reaccionarios, quienes no compartían que liberalismo político y liberalismo económico fueran de la mano. Smith luchaba contra la concentración del poder, también del poder de los grandes capitales. Es cierto que su visión del mundo abrió nuevas ventanas en el pensamiento económico, pero al mismo tiempo seguía inserta en los límites de la Economía Política. Es más, el escocés fue profesor de filosofía moral y se aventuró a poner límites al alcance del mercado, del que conocía bien sus perjuicios como buen estudioso de la división del trabajo. No en vano, en su obra magna, más citada que leída, promovió que algunos mecanismos como la educación debían ser provistos directamente por el Estado. Smith no era tampoco socialista, acusación que en todo caso tendría más sentido lanzar contra su compatriota John Stuart Mill, quien no sólo empatizó con las primeras ideas socialistas, sino que fue mucho más allá en una concepción limitada del mercado autorregulado. Estos pensadores, figuras prominentes del liberalismo clásico, serían hoy la ultraizquierda de Milei.
El pensamiento económico de Milei es, por lo tanto, un viejo conocido. Y sabemos los importantes costes que están por venir, que caerán prácticamente todos del mismo lado. En su intento de disciplinar a los agentes económicos, Milei estará enfrentándose nada más y nada menos que a la propia condición humana. Por eso la asociación entre neoliberalismo y autoritarismo es siempre tan evidente: no se puede reducir el ser humano a la condición de simple productor de riqueza sin tener a mano un Estado con el que reprimir a quienes simplemente creen que la vida es algo distinto.
La enorme paradoja es que al final de tanta teoría, neoliberal o anarcocapitalista, la posición de Milei es tremendamente parecida a la del viejo liberalismo antidemocrático del siglo XIX. Aquel liberalismo, partidario de mercados totalmente autorregulados y al mismo tiempo contrario al sufragio universal e incluso a la mínima participación de la clase trabajadora en la política, fue precisamente lo que combatieron los liberales como Adam Smith y John Stuart Mill. Lo de Milei, estética aparte, es esencialmente decimonónico y reaccionario.
Y ahora, como entonces en el siglo XIX, esta utopía liberal sólo tiene un propósito práctico: acrecentar el poder de los ya suficientemente poderosos. Pero la lucha contra la concentración de poder, fuera del señor feudal o del gran capital, siempre ha sido una de las bases del liberalismo clásico y de las tradiciones políticas que heredaron estos principios, como el socialismo. Después de todo, la propuesta de Milei solo es una versión sofisticada de la ley del más fuerte. Nada más, y nada menos.
43