De un tiempo a esta parte la gente corriente ha dejado de hablar de política. Los medios que viven de la audiencia, o casi, lo han captado rápidamente y desde hace semanas la información política ha quedado relegada a la mínima expresión en sus programas. Ahora lo que manda, de manera obsesiva, en algunos casos hasta el ridículo, es la erupción del volcán de La Palma. Solo meteduras de pata o situaciones grotescas a cargo de políticos merecen la atención. Pero la política de verdad, que sigue existiendo, aunque no lo parezca, ha dejado de interesar.
Un motivo de ello podría ser que los líderes de los partidos que contienden por el poder y por marcar la agenda no son muy atractivos, no tienen gancho. Y ningún asesor de imagen o comunicación puede tapar ese déficit, por listo que sea. Pablo Casado no podrá superar nunca su imagen de mediocridad, de estar a un nivel que no le corresponda y eso puede que termine por arruinar su carrera política, antes o después. Y Pedro Sánchez nunca levantará a nadie de una silla, entusiasmado por su oratoria, aunque esta esté cada vez más pulida y le salga cada vez más de corrido.
Cuando uno pretende ser líder ganador tiene que ser algo más que correcto. Tiene que remover algo en el interior de quien le escucha y, sobre todo, tiene que ser creíble, tiene que alejar de sí mismo la sospecha de que puede que termine por no hacer lo que está prometiendo. Casado tiene un problema previo: el de que no promete nada. Sánchez sigue generando dudas entre la inmensa y determinante masa de los que no son fieles seguidores de su partido.
Por mucho que cueste reconocerlo, el único ejemplo de liderazgo carismático que hay en el panorama político español es Isabel Díaz Ayuso. No porque sea brillante, ni porque tenga idea innovadora alguna, sino porque parece dispuesta a todo, porque no parece tener miedo de nadie. Para empezar, de los jefes de su partido. Seguramente nada de lo que dice es fruto de su cosecha, no tiene un verbo agresivo o avasallador, pero provoca la sensación de que es una señora de cuidado, de que no se anda con bromas. Por todo eso, puede que termine mandando en el PP.
Otro motivo del alejamiento de muchos ciudadanos de la política es que no se ve cómo lo que se debate en la arena pública puede revertir en beneficio de la mayoría. No se ha explicado con contundencia lo que de verdad se cuece tras el bloqueo de la renovación del poder judicial, o cuando menos no se ha hecho para que llegara a la gente. Los partidos de izquierda no han contado cuál es el estado real de la justicia en España, el conservadurismo reaccionario que lo domina, el conchabeo indecente que lo caracteriza, la invalidez democrática del sistema judicial de arriba a abajo, que explican ese bloqueo. Por no hablar de sus muchas y frecuentes prácticas que podrían entrar de lleno en el terreno de la ilegalidad.
Sin esas informaciones, sin haber calentado adecuadamente el ambiente, es lógico que la mayoría de la gente se distancie de esa polémica, de ese abuso intolerable de su renta de situación que está haciendo la derecha en esta cuestión. Y si, como es probable, un día de estos el PP decide romper con Vox en este punto y, como ya le está pidiendo hasta Mariano Rajoy, se atreve a pactar la renovación con el PSOE, de la manera más conveniente para sus intereses, claro está, todo eso seguirá una vez más en el limbo.
Sí, la gente está hablando de la subida de la luz y de otros productos, de la inflación. Y el Gobierno no parece tener más madera para tratar de demostrar que puede atajar esa dinámica. Hasta el punto de que puede verse superado por la situación. Pero la inanidad del PP en esta materia, que solo rompe a veces para defender tímidamente los intereses de las compañías eléctricas, no convierte la creciente irritación ciudadana por los precios en un debate político serio, que pueda ser productivo. Cierto es que el origen del problema está lejos, en los mercados internacionales, pero un Gobierno medianamente sensible se debería esforzar por decir algo cada día al respecto, valiera o no para mucho. Y La Moncloa lleva semanas callada, mientras el megavatio bate récords día tras día. No se puede descartar que la cosa termine en algo parecido a una revuelta.
El Gobierno está dando un sesgo social innegable, aunque tampoco enorme, a sus presupuestos. El mínimo de un 15% del impuesto de sociedades es una decisión relevante. La prórroga de los ERTE y la subida de las pensiones también. Pero la polémica con Unidas Podemos sobre el control de los precios de los alquileres empaña ese sesgo. Mientras, los alquileres siguen subiendo y el precio de las viviendas también, y mucho. Mientras eso siga ocurriendo, mucha gente seguirá dando la espalda a la política.
Y no digamos si las condiciones reales del mercado laboral, los sueldos de miseria, la precariedad de los puestos de trabajo, incluso la de muchos que se creían intocables, ahora machacados por ERE masivos. Ningún líder será creíble mientras todo eso, y mucho más, siga pasando. Los acuerdos parlamentarios ad hoc, nada despreciables, por supuesto, podrían permitir a Pedro Sánchez ver aprobados sus presupuestos y llegar a las elecciones de 2023. Pero cuando llegue el momento de la campaña, el desapego ciudadano por la política y, por tanto, por la acción de su Gobierno le puede pasar factura.