El pianista y escritor inglés James Rhodes se ha trasladado a Madrid y lleva unos meses aprendiendo español. En las últimas semanas le hemos visto por Twitter descubrir la merienda, confesar su adicción a las natillas industriales, frustrarse con las palabras tritónicas o quedarse fascinado ante la palabra ‘rechoncho’. Las peripecias de James Rhodes sobre su vida en España y sus avances como estudiante de español son ya un género tuitero en sí mismo: pocas cosas tan enternecedoras como leerle proferir tacos de manera heterodoxa (‘coños completos’) o ver sus progresos en el vocabulario.
Las publicaciones de James Rhodes narrando sus desventuras con el español no son las únicas en este estilo. En Twitter es habitual leer a profes de idiomas contar maravillosas anécdotas de clase y a estudiantes de lengua extranjera compartir su asombro ante creaciones lingüísticas que resultan exóticas (cuando no directamente marcianas) para la mirada del foráneo:
Hace apenas unos días un profesor de inglés afincado en Jerez y originario de Carolina del Sur compartía en esta delicia de vídeo su fascinación ante la expresión ‘ancá abuela’, que acababa de descubrir gracias a una de sus alumnas.
Lo interesante tanto de las crónicas de James Rhodes como de la entrañable anécdota del profesor de Carolina del Sur es que ambos casos nos permiten asomarnos a cómo se ve nuestra lengua desde los ojos de un extranjero. La lengua materna se parece mucho al olor corporal propio: para los demás es obvio, pero lo tenemos tan incorporado que es prácticamente imposible olerse a uno mismo. Del mismo modo, tenemos tan interiorizada y normalizada nuestra primera lengua, que es francamente difícil ser capaz de mirarla y estudiarla con distancia. La tenemos tan pegada a la piel, que todo en ella nos parece lógico y natural, (¿cómo habría de ser si no?) y no nos damos cuenta de las rarezas, peculiaridades e idiosincrasias que la forman y que, como hablantes nativos, nos pasan desapercibidas y nos sesgan. Está tan cerca que, aunque miremos, no conseguimos verla.
Esta ceguera parcial que sufrimos todos y que nos lleva a pensar que nuestra lengua materna es la medida de lo lingüísticamente lógico es lo que explica lo extendidas que están las expresiones que hacen alusión a otra lengua para expresar de forma estereotipada que algo nos resulta incomprensible. En español decimos que algo ‘nos suena a chino’ cuando es complicado, pero en todas partes cuecen habas: cuando los ingleses no comprenden algo dicen que les suena a griego, a los árabes les suena a hindi, mientras que a los fineses, les suena a hebreo. De hecho, checos, croatas y macedonios coinciden en que cuando algo les parece un galimatías incomprensible, suena indudablemente a español. Esta preciosidad de gráfico publicado por la Universidad de Pensilvania representa cómo las lenguas se mencionan unas a otras cuando se trata de ejemplificar que algo es incomprensible.
Si bien parece que el chino y el griego ganan por goleada en las olimpiadas de la ininteligibilidad estereotípica, lo que el gráfico muestra es que todos somos susceptibles de resultar marcianos a los ojos de los otros. Es más, esta suspicacia con la que habitualmente juzgamos a otras lenguas es vieja como el mundo: la propia palabra ‘bárbaro’ fue acuñada por los griegos para referirse a aquellos pobladores más allá de sus fronteras que hablaban una lengua incomprensible que les sonaba a ‘bar bar bar’.
Por eso, porque vivimos encerrados en nuestra lengua, convencidos de que nuestra gramática, nuestra sintaxis, nuestro vocabulario son ‘lo normal’, resulta tan refrescante (y necesario) ver que para los demás nuestra normalidad resulta marciana y descubrir, así, que los alienígenas, en realidad, somos nosotros.