Acabaremos luchando por la jornada de ocho horas

Leo en este mismo diario que cada vez más trabajadores pasan al menos un domingo al mes en el puesto de trabajo, y que la mitad hace horas extra (y el 50% de ellas no se pagan ni compensan). E imagino a tantos lectores, yo entre ellos, exclamando: “¡Si solo fuese un domingo!”. “¡Si solo fuesen las horas extra!”

En la avenida próxima a mi casa hay una manzana donde se acumulan franquicias de comida rápida. Desde la tarde hasta avanzada la noche, de lunes a domingo, los ciclistas de mochila amarilla hacen guardia, pendientes de que salte un pedido en su móvil y corran a entregarlo, deprisa para estar de vuelta a coger el siguiente. Por toda la ciudad circulan taxis a la espera de una llamada o una mano levantada, coches negros pendientes de una app que les marca el próximo servicio, mensajeros llevando y trayendo paquetes a tal velocidad que aumentan sus accidentes, trabajadores contratados a media jornada y que en la otra media son reclamados por el supermercado o el restaurante para cubrir un pico de actividad. Todos saben que si llegas tarde o dices que no vas, te quedarás fuera en el próximo pedido, llamada, servicio, envío, turno.

No solo ellos. En esas mismas calles, en sus casas, en cualquier lugar de ocio o descanso, miles de trabajadores mantienen la misma disponibilidad cuando ya han terminado sus jornadas, salido de sus empresas, desconectado ordenadores o entregado trabajos. En cualquier momento una llamada, un correo que leerán nada más sonar, o un whatsapp que ya ni siquiera va precedido de una disculpa, les reclamará para resolver un imprevisto, una urgencia, o ni eso, la pura rutina que ya no puede esperar a la mañana siguiente. Asalariados ellos, no digamos ya los autónomos, que nos despertamos mirando el correo y los movimientos bancarios, repartimos esfuerzos por todo el día, y respondemos un último mensaje ya en la cama mientras nos disculpamos con nuestra familia porque este fin de semana tenemos que terminar un trabajo.

“¡Si solo fuese un domingo!”. “¡Si solo fuesen las horas extra!” Seguimos midiendo el tiempo de trabajo con relojes de hace un siglo, con máquinas de fichar en la salida, con jefes que no tenían cómo localizarte y trabajadores que todavía podían proteger su tiempo de descanso. ¿Dónde empieza y acaba hoy el trabajo cuando todo es trabajo, cuando la exigencia hiperproductiva se ha licuado y lo empapa todo? Y no solo nuestro tiempo. Ojalá fuese solo nuestro tiempo: ¿cómo medimos esa dedicación que nos ocupa la cabeza mientras estamos con nuestros hijos, que nos distrae de las conversaciones, que nos amarga el ocio y nos desvela el descanso? ¿Cómo hacemos para terminar de trabajar, para decir “se acabó por hoy”, pero de verdad?

¿Te imaginas salir a la calle con una pancarta que diga “Ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso, ocho horas de tiempo libre”? Qué disparate, te tomarán por loco. Una proclama revolucionaria, te verán peligroso. ¿Alguien se imagina hoy ocho horas de tiempo libre sin ser asaltado por lo laboral, sin que te reclamen, sin que tengas que terminar una tarea que en realidad nunca podrá ser terminada? ¿Ocho horas de descanso sin dar vueltas en la cama por lo que no acabaste, por lo que te espera mañana?

Cualquier día nos liamos la manta a la cabeza y nos ponemos a pelear por la jornada de ocho horas. Aunque solo sea por vergüenza histórica y por reconocimiento a quienes hace más de un siglo llevaban esas pancartas exigiendo la jornada de ocho horas, y ya la pelearon y la ganaron hace justo ahora cien años en España.