Que más de un millar de puestos de trabajo se salven en la sangría de empleos en la que se ha convertido el mercado de trabajo español debería ser una gran noticia y, en efecto, lo es. Si estos trabajos hubieran surgido como consecuencia de alguna inversión extranjera que atraída por el descenso de los costes laborales decidiera abrir una explotación industrial en España, sería difícil encontrar un hueco en la inauguración de la nueva fábrica. Pero si, como ha sucedido en Madrid, los empleos se han mantenido gracias a una huelga de los trabajadores frente a los intentos empresariales de despedir a una parte significativa de la plantilla, la foto ya no es tan concurrida y amenaza con quedar desierta o incluso podría ser que alguien no la considere deseable.
Esta paradoja es una muestra más de la incomodidad que tradicionalmente causa la huelga en el poder y sus aledaños, molestia que, conviene no olvidar, pretendió evitarse durante una buena parte de nuestra historia más reciente haciendo de aquélla un delito.
Justo las antípodas de lo que ahora sucede una vez que la Constitución dio cabida a la huelga entre sus artículos y la rodeó de las más amplias garantías, convirtiéndola ni más ni menos que en un derecho fundamental. Esto, tantas veces repetido, tan sabido, no consigue, sin embargo, calar en el poder político, especialmente cuando es él quien, de una u otra forma, se ve afectado por el conflicto laboral que adopta la huelga como forma de expresión. Tampoco lo hace en el poder económico que no se deja impresionar por la retórica de los derechos humanos.
Los ejemplos podrían multiplicarse y van desde la manipulación informativa de la huelga y su seguimiento (condena a RTVE como consecuencia del tratamiento dado a la huelga del 20 de junio de 2002) a los frecuentísimos supuestos en los que el conflicto se pretende invisibilizar imponiendo abusivamente el mantenimiento de la actividad con la excusa de los servicios mínimos o recurriendo directamente al esquirolaje tradicional o tecnológico. Televisiones emitiendo programas previamente grabados y sin contenido informativo, directivos sustituyendo a redactores en un periódico, transportes con una frecuencia cercana a la habitual en las horas punta, servicios más dotados de personal en caso de huelga que en los días normales. Todo ello en detrimento del derecho de huelga y su capacidad para paralizar la producción y todo ello normalmente considerado contrario a la Constitución por los Tribunales, el Constitucional entre ellos, años después cuando ya no queda del conflicto más que un leve recuerdo.
El conflicto en la limpieza de Madrid es un nuevo ejemplo de este accidentado camino por el que el derecho de huelga parece resignarse a transitar. Contratar con empresas externas, empresas de trabajo temporal incluidas, o a trabajadores para que sustituyan a los huelguistas es un comportamiento opuesto al derecho constitucional. No en vano la denominada prohibición de esquirolaje es una consecuencia obligada del reconocimiento de la huelga como derecho, precisamente porque ha sido la forma históricamente más común de dejar vacío de contenido el paro de los trabajadores. Esta prohibición sólo cede en contadas y excepcionales circunstancias que, en todo caso, requieren ser fehacientemente acreditadas, y no puede basarse en suposiciones o afirmaciones retóricas, sobre todo cuando quien las hace es una de las partes del conflicto. Mucho menos puede adoptarse un comportamiento tan drástico simplemente porque el servicio, el de limpieza en este caso, no se desarrolle con normalidad, pues precisamente este es un efecto ineludible de la huelga.
Los servicios mínimos que se imponen en aquellos casos en los que las huelgas afectan a servicios esenciales de la comunidad no son, insiste desde hace años el Tribunal Constitucional, un instrumento para mantener la normalidad productiva como si nada acaeciese. Su función es la de, afectando lo mínimo imprescindible al derecho de huelga, garantizar otros derechos o bienes constitucionales pero no la de mantener el servicio como si la huelga no se estuviera produciendo. Adviértase también que desde bien temprano el Tribunal Constitucional negó la posibilidad de que el Gobierno impusiera la reanudación del trabajo, permitiendo tan sólo, en caso de huelgas que causan un perjuicio grave de la economía nacional, lo que no parece ser el caso de Madrid, el sometimiento del conflicto a un arbitraje obligatorio y siempre y cuando el árbitro designado sea imparcial.
Es llamativo, además, que de todas la actuaciones que el Ayuntamiento de Madrid podría haber desplegado para evitar o atenuar las consecuencias del conflicto se haya decantado por aquella que cuestiona de manera más severa el ejercicio de un derecho fundamental. Un golpe de autoridad, como la ha calificado laudatoriamente el Ministro de Justicia, que parece también olvidarse de que el respeto a los derechos fundamentales y la garantía de su ejercicio constituyen una obligación para los poderes públicos, incluso cuando ese derecho sea uno tan incómodo como el de huelga, de cuya conculcación no se debería presumir y mucho menos empeñarse en reprimir.
Por curioso que parezca, ahora que surgen voces por doquier pidiendo una ley de huelga, es precisamente la regulación actual, nada favorable al ejercicio del derecho sino todo lo contrario, la que permite estas agresiones cotidianas a los paros laborales por parte del poder público y da lugar a una verdadera anomalía jurídica.
Un derecho, el de huelga, mal regulado, difícil de ejercitar en el mar de precariedad en el que se ha convertido el mercado de trabajo español por el temor a sufrir represalias, a perder el puesto de trabajo. Un derecho asediado por todo tipo de conductas empresariales y políticas empeñadas en dejarlo sin efecto. Un derecho, en suma, que exigiría una urgente atención legislativa destinada a tutelarlo, poniendo freno eficazmente a las vulneraciones de las que suele ser objeto. Pero incluso así, rodeado de alambre de espino, el derecho de huelga consigue en ocasiones componer bellas sinfonías de solidaridad y resistencia, recordándole al ciudadano aplastado por el fatalismo que se puede romper con el “es lo que hay”, como advertía estos días un veterano sindicalista. Una lección que algunos parecen empeñados en borrar del temario, incluso pese a la Constitución.