Juicio a la ironía

14 de abril de 2023 22:46 h

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Hace unos años, tras una inauguración de ya no recuerdo qué, Esperanza Aguirre soltó algo así como “es que a los arquitectos habría que matarlos a todos”. A mí me hizo mucha gracia -confieso que incluso pensé: “¡Por fin alguien lo dice!”-, pero el humor, ya se sabe, va por barrios. El señor José Antonio Granero, a la sazón decano del Colegio de Arquitectos de Madrid, aseguró que las declaraciones de Aguirre eran “intolerables” y que suponían “un desprecio al trabajo de los profesionales” (entiendo que a los de la arquitectura). Muchos otros - especialmente en la izquierda- mostraron idéntica indignación. Se montó un pequeño escándalo mediático y la propia Aguirre acabó pidiendo perdón en un comunicado.

Unos años más tarde, unos titiriteros fueron detenidos por representar una obra en la que aparecía un personaje con una pancarta en la que podía leerse “gora alka-eta”. Cuando uno acudía a la trama, descubría que el pasaje en cuestión era una crítica a los montajes policiales: un agente de la ley le encasquetaba a un personaje esa pancarta, le hacía una foto y así podía inculparle. En pocas ocasiones la ficción ha anticipado tan certeramente la realidad: tras el consiguiente aquelarre mediático –promovido esta vez por la derecha- a los titiriteros lo que se les encasquetó fue nada menos que una acusación de “enaltecimiento del terrorismo”. Se les mandó a prisión sin fianza y pasaron cinco días entre rejas. 

En otro episodio de esta pendiente resbaladiza por la que, como sociedad, nos venimos despeñando desde hace un tiempo, en el año 2019 fue condenado un artista “ultrarracionalista” por el caso del Tour de la Manada. Quizás lo recuerden, se trataba de una web que afirmaba organizar una visita al recorrido que siguieron los miembros de la Manada por las calles de Pamplona antes de la violación. Aquí no hubo ni izquierdas ni derechas: el rechazo a una web así fue unánime. Pero es que todo era, por supuesto, mentira.

A los tres días exactos de abrir la web, en cuanto sus responsables –un indefinible colectivo de activistas denominado Homo Velamine - vieron que el escándalo mediático había superado sus expectativas, quitaron toda referencia al ficticio tour y en su lugar colgaron una nota explicativa. En ella incluyeron los pantallazos de la impresionante cobertura mediática de los dos días anteriores junto a una reflexión sobre el sensacionalismo que la acción había provocado, sensacionalismo que era precisamente lo que ellos querían denunciar. Dio igual. Los medios que informaban de la web ni siquiera se molestaban en ir a la web a contrastar los hechos. Siguieron hablando del “Tour de la Manada” durante semanas como si fuera cierto. La indignación cabalgaba desaforada y exigía una víctima. 

La tuvo. Año y medio de prisión, indemnización de 15.000 euros y 12.000 euros en costas para el responsable de aquello, Anónimo García, líder de Homo Velamine, que aparece en la foto que acompaña a este artículo en una descacharrante performance que - ya es casualidad - él y su grupo le habían hecho unos años antes a Esperanza Aguirre. Porque Homo Velamine tiene toda una acreditada trayectoria de sátira política a sus espaldas. Que a un tipo como el de la foto le estemos aplicando el código penal debería ser motivo de reflexión.

En los tres casos mencionados opera un peligrosísimo proceso psicológico gracias al cual los hechos empíricos, susceptibles de verdad o falsedad, acaban siendo sustituidos por un arrollador sentimiento de indignación ante el que no cabe gradación alguna, sino tan solo el conmigo o contra mí. Cuando eso ocurre, los mecanismos psicológicos que posibilitan el humor, la ironía y los dobles sentidos sencillamente desaparecen: es como si la sociedad se volviera asperger y fuera incapaz de leer entre líneas. 

Da igual que, como en el Tour, el desmentido de la acción sea explícito: toda una web que solo había que leer, respaldada por un colectivo de activistas consolidado explicando que su objetivo era denunciar el carroñerismo mediático. Da igual que, como en los títeres, lo sea implícito: “alka-eta” era, en la propia trama, algo cuya mera exhibición provocaba que a alguien se le detuviera, esto es, era algo malo, pernicioso, censurable. Interpretar que se estaba enalteciendo a “alka-eta” porque aparecía en una pancarta resulta tan atinado como interpretar que en Caperucita se enaltece al lobo porque aparece disfrazado de abuelita. Ya incluso da igual que el desmentido sea, como con Esperanza Aguirre, meramente lógico: pero, ¿cómo va a decir nadie en serio que hay que matar a todos los arquitectos, por el amor de Dios? Todo eso es del todo intrascendente, porque aquí el mundo exterior no interviene más que como excusa, subterfugio o percutor para que entre en la sala el verdadero protagonista de la función, que no es otro que el propio yo en todo su indignado y justiciero resplandor. 

En los tres casos, en efecto, no juzgamos hechos, sino que nos juzgamos a nosotros mismos. Los hechos (Esperanza Aguirre, los titiriteros, Homo Velamine) actúan solo para poner a prueba nuestra pureza, nuestra inmaculada integridad, nuestra decencia. En cuanto sea eso lo que, siquiera inconscientemente, uno crea que está en juego, la racionalidad salta por los aires y en su lugar aparece la desnuda pertenencia. Al contrario que la compleja catalogación jurídica de los hechos –que constituye todo un adelanto procesal y ético– los mecanismos de identificación grupal funcionan mediante relaciones binarias y excluyentes que reproducen la división fundamental de la moralidad: el bien y el mal, o, en su versión más extendida, ellos y nosotros. 

Cuando eso ocurre, no hay lugar para los matices. O estas con los que denuncian o con los denunciados, esto es: o estás con la izquierda o con Aguirre, o estás con las víctimas de ETA o con los titiriteros, o estás con la víctima de la manada o con Velamine. O pureza o traición, no hay más. Cada vez que esa suerte de disposición entra en escena – y últimamente lo hace por doquier - retrocedemos un poco en la escala del progreso social. 

Al caso Homo Velamine todavía le queda recorrido, estando previsto que el Tribunal Constitucional se pronuncie al respecto en 2023. Sin duda se tratará de una decisión que dirá mucho del modelo de convivencia que entre todos estamos construyendo. Aunque nunca las suficientes, se oye muchas veces aquello de “si la educación te parece cara, prueba con la ignorancia”. Lo mismo, exactamente lo mismo, cabe decir del humor y de la sátira: en muchas ocasiones pueden resultar molestos… pero imagina una sociedad sin ellos.