Cuando estalló la crisis sanitaria en Europa no pude evitar pensar que a Estados Unidos no le iba a pasar o no le iba a pasar de la misma manera. Conocía de primera mano, como reportera, la capacidad de Donald Trump para crear más problemas de los que hay y repeler de su círculo la ciencia, la razón o el sentido común. Pero aun así estaba convencida de que el dinero y sobre todo el talento de los estadounidenses podrían con esta crisis, incluso encontrando soluciones para el resto del mundo. Que la élite de la ciencia, la investigación y la tecnología se pondrían al servicio del bien común y sería suficiente. A pesar de Trump, a pesar de las desigualdades en cada barrio, a pesar de su sistema sanitario prohibitivo, que sigue sin cubrir a más de 27 millones de personas ni garantizar una mínima asistencia universal. Pero esos pesares han pesado demasiado.
El país se encuentra en una situación tan caótica como inusual para cualquier país rico después de la experiencia que hemos vivido esta primavera. Estados Unidos está “yendo en la dirección equivocada”, dijo esta semana el doctor Anthony Fauci, el responsable del comité de expertos en esta crisis y quien ha intentado reconducir las políticas públicas sin éxito. Después del pico en abril, la epidemia ha repuntado y avanza descontrolada con más de 50.000 casos diagnosticados al día y carencias básicas de atención, mascarillas e instrucciones públicas claras.
Estados Unidos es un país federal y no todo depende de las decisiones de Donald Trump (de hecho, la gestión nefasta del alcalde demócrata de Nueva York al principio de la pandemia también tiene mucha culpa en el origen de lo que pasó). Pero la pasividad del presidente mezclada con sus peligrosos mensajes públicos entre chistes, o supuestos chistes, de la lejía y la solución de no hacer tests, han marcado el comportamiento de muchos gobernadores y de millones de ciudadanos, más preocupados por evitar la mascarilla que el virus.
La tragedia que está viviendo ahora el país más rico, más poderoso y con la mayor reserva intelectual del mundo es una prueba más de que el liderazgo importa más de lo que a veces creemos y que puede maniatar la fuerza y las capacidades de una sociedad. Una sola persona en una posición clave puede influir con su ejemplo y su dirección en la vida y la muerte de millones.
La ignorancia, el rechazo de la ciencia y la fascinación por las conspiraciones ya existían antes de Trump, pero el presidente ha crecido despertando y potenciando lo peor de un país complejo, que arrastra la desigualdad racial y a veces está orgulloso de sus locuras. Y eso tiene consecuencias. Algunos se ríen (incluso en España) cuando en un mitin llama al coronavirus “Kung flu”, un chiste más, sin duda nada tan llamativo en esos discursos que no solemos escuchar en una democracia. Pero en cada uno de sus chistes se esconden peligrosos mensajes: en este caso, la estigmatización de una minoría en Estados Unidos, la mentira de que el peligro sigue viniendo de China y la implicación, muy grave, de que esto se parece a la gripe.
Lo que pasa en Estados Unidos tiene consecuencias para todo el mundo por los millones de habitantes del país que son un foco de contagio, por las consecuencias que tiene para la economía mundial y por la fosilización de la innovación, que ahora está concentrada de puertas adentro. La manera en que EEUU ha acaparado el primer medicamento aprobado para luchar contra el coronavirus es un ejemplo de lo que puede pasar con la vacuna y con cualquier otro tratamiento. Unos Estados Unidos hundidos y cerrados nos perjudican a todos. Los supuestos poderes alternativos de la fragmentada Europa o de la totalitaria China son insuficientes. Sin unos Estados Unidos estables y con algo de sentido común el planeta se tambalea. Con todos sus errores, en el último siglo Estados Unidos nunca había tenido un líder tan autoritario, dañino, orgullosamente ignorante y agresivamente contrario al espíritu estadounidense de apertura, optimismo y cierta inocencia.
Estados Unidos es el paraíso y el infierno en el mismo país, en la misma ciudad, incluso en la misma calle. Basta cruzar de acera en algunas calles de Nueva York para encontrar dos mundos muy distintos que se superponen y pueden ser casi a la vez maravillosos y terribles. En la misma esquina donde Ben and Jerry's reparte gratis helado una vez al año y los vecinos hacen cola de manera pacífica y amigable al rato puede estallar una discusión que acabe muy mal si hay una pistola de por medio.
Estados Unidos es un país móvil, flexible y siempre en lucha consigo mismo por cambiar y ser mejor, pero esta crisis nos ha mostrado que todo lo bueno puede quedar oscurecido por todo lo malo si se activan los resortes equivocados. Y eso es algo que el mundo no se puede permitir.
Feliz 4 de julio.
Celébralo, si puedes, viendo o escuchando Hamilton, la obra maestra que mejor resume lo más bello de Estados Unidos. El musical mezcla hip-hop, rap, jazz y canción tradicional de Broadway para contar la historia del fundador más interesante de Estados Unidos, Alexander Hamilton, el huérfano pobre que acabó reinventando el mundo al escribir un artículo sobre un huracán que hizo que un buen samaritano se fijara en su brillantez y lo sacara de la pobreza de una isla del Caribe para mandarlo a estudiar a Nueva York. Y es la historia “del idiota que lo mató”, el vicepresidente Aaron Burr. Y de las mujeres que lo encumbraron y a las que traicionó.
Es obra de Lin-Manuel Miranda, un latino de origen puertorriqueño que se crió en el vivaz noroeste de Manhattan y que se enamoró de Hamilton un verano leyendo la detallada biografía escrita por el historiador Ron Chernow. Tuvo la genial y arriesgada idea de hacer del libro el musical más audaz y ahora más exitoso de toda la historia de Broadway. Con actores que reflejan la América diversa, variada y abierta de hoy y con versos que han tomado un mensaje muy político con el tiempo. “Immigrants, we get the job done” fue escrito cuando Barack Obama era presidente, pero el verso ha acabado en las pancartas de las manifestaciones contra Trump.
Verlo en un teatro en directo en Estados Unidos es una experiencia emocionante que te reconcilia con la vida, te da ganas de crear y te empuja a amar el ideal americano. El ideal sabiendo que es eso: un ideal que se aleja o se acerca según el día, pero que sigue ahí como “la búsqueda” o, mejor todavía, “la persecución” de la felicidad, como proclama la Declaración de Independencia que se conmemora hoy.
Este 4 de julio toca conformarse con el ideal más lejano. Ojalá que en 2021 tengamos más que celebrar.