En política, a veces, se otorga generosamente la condición de líder a cualquiera que está al frente de un partido sin que muchos de los que reciben este nombre pasen el corte de lo que se entiende por liderazgo, que viene siendo lo que define como la influencia ejercida sobre un grupo de personas para incentivarlas en la búsqueda de un objetivo común. El cementerio de la política está lleno de cadáveres de supuestos líderes que no dieron la talla como tales.
Luego, habría que distinguir entre quienes son líderes orgánicos de su propia “tribu” -por votación o aclamación- y quienes teniendo esa condición carecen, sin embargo, de un reconocimiento social mayoritario para llegar a la meta propuesta.
Y, por último, está el eterno debate sobre si el líder nace o se hace. De lo que no hay duda es de que el liderazgo hay que demostrarlo. Con la toma de decisiones. Con la emisión de señales inequívocas sobre la posesión de un proyecto propio y autónomo. Con mantener cierta distancia de quienes orbitan a su alrededor solo por intereses partidistas, ideológicos o empresariales. Con empatía. Con fortaleza emocional. Con la búsqueda del interés común. Con principios. Con ideas concretas. Con capacidad acreditada para hacerse cargo del estado de ánimo mayoritario. Con habilidad y olfato para captar la trascendencia de determinados momentos y coyunturas. Y con determinación, sobre todo, para abstraerse de todo tipo de interferencias.
Y todo esto viene a cuenta del temor de Alberto Núñez Feijóo a la reacción de la derecha judicial, política y mediática ante el acuerdo entre el PP y el Gobierno para desbloquear la renovación del Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional. Un pacto que, según fuentes de la negociación, estaba prácticamente cerrado y solo a la espera de que en Génova, 13 decidiera cuál era el momento más adecuado para anunciarlo.
Más claro: a Feijóo le temblaban las piernas ante los editoriales de la “prensa amiga”, que entendía que Pedro Sánchez no era merecedor de ningún acuerdo con el principal partido de la oposición, aunque así lo establezcan la ley y la Constitución.
Quienes desde el minuto uno quisieron dinamitar el pacto, mantener el bloqueo y alargar la grave crisis institucional que vive el Poder Judicial ya tenían preparada la munición contra el presidente del PP, fueran cuales fueran los términos del acuerdo. Son los mismos que se dan golpes de pecho en defensa de la Carta Magna. Los paladines de la regeneración democrática. Los que piden pactos de Estado solo cuando la derecha gobierna. Y los que se regodean en el chapapote de la polarización y el enfrentamiento cuando es la izquierda la que habita en La Moncloa.
El presidente del PP tendrá que elegir, y hacerlo ya, entre atender sus obligaciones constitucionales o amilanarse ante el hostigamiento y las directrices del ala mas radical de la derecha política y mediática. Entre quienes le animan a evitar una mayor degradación institucional o quienes prefieren mantener el bloqueo a costa de un severo deterioro democrático. Entre el interés común o el de unos pocos. Entre demostrar si es un verdadero líder o solo una veleta de los titulares que le dicte la derecha mediática.
El reloj electoral corría en su contra, y no solo porque las encuestas de los medios afines hayan empezado ya a dar por amortizado el llamado “efecto Feijóo” y a registrar un ligero retroceso en la intención de voto al PP, sino también porque pasado medio año desde su elección como presidente nacional de su partido era tiempo de demostrar con hechos si era el hombre de Estado que dice ser o un títere de una suma de intereses particulares.
Y, al final, Feijóo sucumbió a la presión. Una severa advertencia en un editorial, un comentario radiofónico anunciando solemnemente su “muerte política”... Y ¡Boom!. A las redacciones llegaba el comunicado del PP con la suspensión de las negociaciones con el Gobierno. Horas antes, en La Moncloa, se temía ya lo peor cuando el presidente Sánchez, desde Pretoria, la capital de Sudáfrica, daba muestras de que se le acababa la paciencia, a tenor de sus palabras: “Solo falta la voluntad política. Hay que decir sí o no”. Todo lo demás, incluido el compromiso para revisar el sistema de nombramientos y los nombres del nuevo CGPJ y el Tribunal Constitucional, estaba hecho.
Feijóo esgrimió la enésima excusa. Esta vez, la anunciada voluntad del Ejecutivo de Sánchez para reformar el delito de sedición. En cuatro años, ha habido otras muchas: una supuesta filtración de la ex ministra Dolores Delgado sobre el nombre que iba a presidir el Supremo, las críticas de Unidas Podemos, los vetos a los jueces Rosell y De Prada, los indultos a los presos del procés, la despolitización del Consejo...
Sí, al ex presidente de la Xunta, estaba claro que le iban a llover chuzos de punta y editoriales en contra, pero en eso consiste también el liderazgo, en cumplir con las obligaciones del cargo, en demostrar sentido de la responsabilidad, en mantener la autonomía política, en tener criterio propio y en aguantar las críticas, vengan de donde vengan. El presidente del PP no lo ha soportado y se ha plegado ante el hostigamiento de quienes prometían acabar con él si cerraba el acuerdo en una clara demostración que es más veleta que líder.