Leo a Diogo Mainardi en su maravilloso libro La caída: “En un momento dado, empecé a rendir culto a Tito (su hijo). Empecé a rendir culto a la vida doméstica. Mi evangelio es una factura de la luz. Mi templo es una tienda de comestibles. Tito es el todo. Un tomate es el todo”. Me gustaría empezar esta columna así, por la puerta grande. La narración de la entrega masculina al cuidado tiende siempre a la épica porque, al ser elegida, es epifánica y supone un camino de transformación. Para mí no es fácil, sin embargo, hacer públicamente y sin miedo una defensa furibunda de los superpoderes de la lactancia. Al defender con vehemencia determinadas decisiones sobre nuestros cuerpos o nuestras crianzas nosotras resultamos siempre sospechosas. Fanáticas. Locas. Escribo esto en el móvil mientras doy de mamar y el gatito de la casa prestada en la que pasamos unas semanas se acerca sibilinamente, como hace en casi cada toma. Mi otro hijo también se apunta a la melé. Tiene pelusa de su hermano y pide su ración aunque hace un año exacto que lo desteté. Así que ahí estoy, con tres criaturas encima recordándome lo que mi feminismo constructivista nunca me dejará admitir: soy mamífera. La loca de la teta y de los gatos.
Para atenuar estos miedos a ser juzgada, contaré un cuento. Hace un año fuimos con mi hijo mayor (que entonces era único) a la montaña, concretamente a Gredos, lo más lejos de casa que pisamos en todo 2020. Vamos a la montaña a buscar un hermanito, le decía yo mientras ascendíamos la pendiente. Era mi manera de avisarle que la semana entrante yo tendría cita en la clínica de reproducción asistida para comenzar otro tratamiento que incluía una dosis de hormonas que yo no quería que le llegaran a él a través de la leche. También necesitaba descansar entre un proceso y otro. Por eso le conté que lo primero que había que hacer era dejar la leche de la teta en la luna, que a esas alturas del mes de agosto, estaba además llenísima. La leche se quedó ahí arriba, como un caramelo para el futuro embrión mientras yo me ponía triste: clásico duelo de lactante apasionada. Durante las nueve lunas llenas que avistamos durante el posterior embarazo mi hijo me recordaba que la leche estaba en la luna esperando la llegada del hermanito. Mientras avanzaba el embarazo fuimos tachando lunas hasta que llegó el día del parto. Creí que con semejantes antecedentes narrativos y dos años de lactancia previa, mi cuerpo me regalaría una continuación bonita en este camino de la leche. Ilusa.
Cuando puse a mi hijo sobre el pecho en el paritorio (parí de pie y yo misma lo alcé tomándolo de las axilas), se enganchó al pezón izquierdo con la fuerza de los mares, la misma con la que había nacido (nació en veintisiete minutos, pero eso da para otra columna). Con aquel subidón, explosión casi, de oxitocina, volví a creer que todo estaba hecho. Pasé la noche desnuda junto a él enganchadito a mi teta. La cosa marchaba. Al día siguiente igual, bebé mamaba, madre se confiaba. Un par de enfermeras de planta vinieron entonces a agobiarme, en teoría “a revisar el enganche”, y bajo la tutela de sus ojos empecé a olvidar. ¿Cómo carajo se hacía esto? ¿Cómo se sostenía un bebé tan diminuto? ¿Seré capaz de hacerlo? Yo solo quería volver a casa a meterme en la cueva y vestirme con mi traje de loba. Podría haber pedido el alta voluntaria pero, por pura comodidad, nos quedamos. Craso error. A la mañana siguiente apareció otra enfermera con la báscula para pesar al bebé y todos los fantasmas de mi anterior lactancia (dolores, peso bajo, deshidratación, miedos, agobios, presión social, mal enganche) se cernieron sobre nuestra habitación. La báscula marcaba un descenso algo superior al que el hospital tenía como máximo en sus protocolos. Así que me dieron el alta como perdonándome la vida y con el kit de botecitos de fórmula, jeringuillas y cánulas bajo el brazo. Ya estaba hecho: me habían llenado el inicio de la lactancia de, como las llama la Dra. Kika Baeza, interferencias. Quien lo sufrió lo sabe. Por suerte y con la ayuda de mi pareja y algunas amigas, al llegar a casa pude reencontrarme con lo que quedaba de loba en mi habitación y empecé darle junto al suplemento, el calostro, ese oro líquido, que era capaz de sacar para dárselo al crío con esas mismas jeringuillas hospitalarias.
Comenzó ahí (y por segunda vez) mi odisea, una que comparto con muchas recién paridas: grietas en los pezones, el dolor de la subida, ingurgitaciones, luchas a muerte con las pezoneras, desesperación, agotamiento. Sacrificios de los que no estoy orgullosa porque lo que más me gustaría es no haberlos tenido que pasar. Ni yo ni nadie. Tres meses después de parir, aquí estamos mi hijo y yo, atravesando la crisis propia de esta edad (la leche deja de salir a espuertas, el bebé ha de esforzarse más y llora en cada toma, se arquea, cabreado). Es un momento crítico en el que muchas lactantes abandonan. Y está todo bien, más vale un biberón caliente y en paz que una teta fría llena de mala leche. Pero da coraje que estos abandonos soberanos sean precedidos por una falta de apoyo e información a la que todas tendríamos que tener derecho.
He sabido de esta crisis y de muchas otras cosas, pero sobre todo me he sentido menos sola gracias a mis grupos de apoyo, a mi asesora de lactancia, a las matronas y la pediatra de mi centro de salud, que por suerte, es un bastión del lactivismo. Necesitamos que toda la sanidad pública se rearme (suenan risas malévolas a lo lejos) para acompañarnos en este camino. Y quien no sepa, que no estorbe, que no nos juzgue. Con todas estas compañeras he compartido las miles de grietas (nunca mejor dicho) que surgen al tratar de instaurar una lactancia en tiempos acelerados y productivistas; toda vez que en los setenta se cortó la sabiduría popular de la lactancia en pos del protagonismo rutilante de la leche de fórmula, de la que, por cierto, yo tiro cuando no puedo más con mi alma o tengo que ausentarme algunas horas. Bendita heterodoxia, bendita lactancia bastarda elegida.
Porque cuando amamantas no das la teta, tú, sobre todo para tus hijos, eres la teta. Deberíamos ser protegidas como especies en extinción. Pero de nuevo mi feminismo, ese que lucha convencida contra todo esencialismo y determinismo biologicistas, contra ese ser (quedar reducida a) mera teta que tantas opresiones nos ha costado durante generaciones, se revuelve. Hago de mi casa un parque natural donde mi nuevo bebé y yo somos cuidados como la última pareja de linces ibéricos de Doñana. Donde trato de que las interferencias para mi lactancia sean mínimas. Y vuelvo a ser la loca que quiere escribir sobre la lactancia en tono épico. Y me da igual lo demás. “A mí me amamantó una loba. ¿Quién si no?”, decía un verso de Ángel González. A mis hijos también.