Una de las trampas que nos ha tendido el relato dominante de las movilizaciones agrarias es la existencia de unos supuestos “intereses del campo”, así en genérico. Se mete en el mismo saco a las jornaleras que cobran el salario mínimo y a los empresarios agrarios que les niegan la subida alegando problemas de competitividad. O a la familia que vive de una pequeña granja y a los grandes propietarios que se benefician de buena parte de los fondos europeos de la PAC.
Esta triquiñuela emocional, con fuerte intencionalidad ideológica, va acompañada de un intento de confrontar el mundo rural -que se presenta como desprotegido- con el urbano -que en ese discurso- se presenta sin riesgos, incertidumbres ni problemas. En ese saco urbano se sitúa en el mismo nivel a una madre que vive de alquiler en una habitación con sus hijos menores, a la que le cuesta mil y una tramitar las prestaciones asistenciales, y a los vecinos de zonas residenciales de alto standing.
Lo que está pasando estos días puede parecer una anécdota, pero no lo es. Es una evidencia más del éxito que ha conseguido en nuestras sociedades el agravio comparativo, ocupando el espacio dejado por la lucha de clases, como motor de la historia.
No hace falta ser un nostálgico para reconocer que la lucha de clases ya no es ni remotamente lo que fue durante el siglo XX. Incluso hay quien defiende que eso de las clases sociales es una antigualla. Por cierto, con bastante éxito, porque esa idea del fin de las clases sociales, como parte del fin de la historia, ha calado en la ciudadanía. Hasta el punto de que en las encuestas la gran mayoría de las personas nos ubicamos en esa entelequia de la clase media. Parece que a nadie le gusta reconocerse como rico ni como pobre y preferimos ser del montón.
A pesar del éxito de ese imaginario los datos nos informan de lo contrario. Clases sociales, haberlas haylas. Las desigualdades de renta y especialmente en riqueza no paran de crecer, incluso en los países que han conseguido reducir sus niveles de pobreza.
Pero, más allá de los datos económicos, parece evidente que las clases sociales han dejado de ser el eje articulador de la sociedad y la política que fueron en el siglo pasado. Y en su lugar ha adquirido gran protagonismo el agravio comparativo, que nos aparece por todas las esquinas.
Algunos ejemplos. Las grandes desigualdades en salud, como las diferencias de varios años en esperanza de vida, tienen un claro sesgo de clase social. En cambio, el debate público sobre la igualdad en el derecho a la salud se expresa en forma de agravio comparativo territorial entre CCAA.
Las dificultades de los jóvenes para construir una vida autónoma son hábilmente reconducidas al agravio comparativo con los pensionistas y sus “privilegiadas” pensiones. Y así se diluyen hasta desaparecer las diferencias de clase que hay entre los jóvenes y entre los mayores.
En un reciente conflicto en la sanidad en Catalunya, las informaciones destacaban las quejas del colectivo de enfermería por considerar que desde el gobierno catalán se privilegia a los médicos. El mismo día se informaba de la movilización de otros colectivos sanitarios protestando por sentirse discriminados frente a médicas y enfermeras.
Suma y sigue. Cuando se analiza la necesidad de recursos públicos para atender a la protección social, el debate no gira sobre la inequidad que supone un menor esfuerzo del capital frente al que realizan las personas trabajadoras. Al contrario, la conversación pública emerge en términos de “balanzas fiscales” entre CCAA y el agravio que suponen.
Quizás deberíamos preguntarnos por las razones profundas de la pérdida de protagonismo de las clases sociales y sus conflictos. Igual así entenderíamos mejor el “glamour” conseguido por el agravio comparativo.
De entrada, convendría desmitificar la idea de una clase obrera compacta en intereses e identidad, que en realidad nunca fue tan homogénea como se la pinta. Las diferencias en su seno siempre han existido, comenzando por la más evidente, la del género. Los conflictos en la sociedad del taylorismo industrial no se limitaban a los de clase. La discriminación de las mujeres o la destrucción del medio ambiente durante la industrialización siempre han existido, pero eran conflictos ocultados que no adquirieron reconocimiento y subjetividad política hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX.
Esa identidad de clase tenía unas bases materiales robustas. El fordismo agrupó a los trabajadores en grandes centros de trabajo y eso facilitó una identidad compacta que se trasladaba a las formas de vida de nuestros barrios, pueblos y ciudades, hasta llegar al caso extremo de las colonias fabriles, en las que se compartía fabrica, vivienda, economato, escuela, incluso iglesia y párroco. No hay duda de que esa forma de trabajar y de vivir contribuyó a reforzar potentes identidades compartidas.
La digitalización está provocando exactamente lo contrario. Al facilitar la desintegración de los procesos productivos, incide en las formas de vida, promueve la desvertebración social de intereses, también de las reivindicaciones y causas que las sostienen.
Pero las innovaciones tecnológicas y su impacto en el sistema productivo y la organización social nunca van solas, suelen ir acompañadas de ideologías que legitiman el nuevo orden social. En los últimos años, la revuelta reaccionaria del neoliberalismo ha negado el papel de socialización de los espacios colectivos y ha convertido en hegemónica una idea de libertad al margen de la comunidad -Ayuso dixit. En esta ofensiva ha contado a favor con otro de los impactos de la digitalización, en este caso por su incidencia en la comunicación, en forma de burbujas cognitivas.
De ahí nace el auge del individualismo, el tribalismo, el nacionalismo, el corporativismo, todos ellos expresiones de esa desintegración y desvertebración. También las dificultades de las estructuras de mediación social para integrar, vertebrar, socializar.
Lo hemos vuelto a ver en las movilizaciones agrarias de estos días y el desborde de las organizaciones tradicionales, pero se detecta cotidianamente en forma de balcanización de la representación política en muchos países. Es lo que hemos convenido en llamar desintermediación, un proceso que históricamente se ha producido al calor del impacto que en las estructuras sociales provocan las grandes innovaciones tecnológicas.
Por supuesto no se trata de resucitar el viejo esquema de las clases sociales del siglo XX, pero sí de evitar que el agravio comparativo se convierta en el eje que articule nuestra vida social. Necesitamos construir nuevos espacios que permitan la integración de intereses diversos, la vertebración de causas y reivindicaciones legítimas y espacios de socialización que interfieran en el espejismo del individuo autosuficiente frente a los riesgos.
Para ello, quizás sea imprescindible comenzar haciendo pedagogía con la cultura de la cooperación. Si algo explica la hibris contemporánea es la ruptura del ancestral equilibrio entre competitividad y cooperación. Mientras no conseguimos que la cultura de la cooperación recupere centralidad social deberíamos tener bien activado nuestro radar de trampas, para no caer tan fácilmente en el agravio comparativo.