Ser como Luis Eduardo Aute se inventó en el Renacimiento, cuando la razón y la creación salían con rabia y fuerza a vencer la ruina oscurantista de la Edad Media. Como aquellos creadores, este filipino afincado de toda la vida en España, supo templar con tiento todas las disciplinas. Músico completo –compositor, letrista y cantante–, pintor, escultor y cineasta. Y, además, comprometido, innovador y humano en toda la profundidad de la palabra. Un mito para una generación ansiosa de libertad tras aquella noche tan larga que venía con hambre atrasada. Sumidos en una pandemia, confinados en nuestras casas, muere Aute en Madrid a los 76 años, aunque un brutal infarto hace casi cuatro años le dejó muy afectado.
Luis Eduardo Aute patentó la barba de tres días, la imagen de un hombre nuevo, sensible y moderno, ya desde aquellos años setenta en los que íbamos a cambiar el mundo. Un proyecto colectivo que soñaba con llevar la imaginación al poder, ser realistas pidiendo lo imposible hasta clamar que se “prohibiera prohibir”. Como la mayoría, terminó entendiendo que “bajo los adoquines no había arena de playa”. Pero no se rindió. Aute frecuentó la bohemia y la lucha antifranquista y siempre fue coherente y defensor de los derechos humanos. Acudió a toda convocatoria que requiriera una presencia comprometida. Le encontré hasta cantando en “el metro”, en un escenario de la estación de Príncipe Pío de Madrid. No recuerdo qué tocaba defender aquella noche. Dejó para la historia el gran himno de libertad y democracia que constituye “Al alba”.
Conocemos a Luis Eduardo Aute como músico y cantautor pero abarcaba muchas más facetas. Pintor notable de vibrante colorido, redondas formas sexuales, miradas profundas y desgarradas. Con la pintura se dio a conocer en España. Su primera exposición en nuestro país fue en Madrid en 1960, cuando solo tenía 17 años.
Más adelante empezó a rodar cortometrajes, a menudo con los amigos, que culminarían con una obra maestra en el 2001 llamada “Un perro llamado dolor”. Un largometraje dibujado plano a plano y animado en digital 2 y 3 D por su autor, que le llevó más de cuatro años realizar. A través de siete historias, Aute reinterpretaba las relaciones de pintores con sus modelos. Goya, Duchamp, Sorolla, Romero de Torres, Frida Kahlo, Rivera, Dalí y Velázquez y el perro como hilo conductor. “A León Trostski lo mató Diego Rivera en un ataque de celos al encontrarlo en la cama con Frida mientras Sergei Einsenstein lo filmaba desde la ventana”, dice uno de los capítulos. En el largometraje, Aute incluyó a una mujer, a Frida. La enorme pintora mexicana llamaba “Dolor” a sus perros para ahuyentarlos y domesticarlos como le hubiera gustado hacer, y de hecho hacía, con los suyos propios.
A la música, llegó más tarde. Quizás se puso a cantar para difundir sus poemas –es autor de varios libros de poesía y literatura–. Lo cierto es que la música de Aute acompañó nuestra vida. Y como le ocurre a Joan Manuel Serrat, algunas de sus canciones por sí solas justifican una carrera. Las niñas solitarias queríamos tener una cita con un chico a las “cuatro y diez” para ver 'Al Este del Edén'. Esa película y no otra, porque se trataba de besarle, de dar y recibir el primer beso, mientras James Dean, el díscolo e incomprendido, el rebelde con causa, tiraba piedras a una casa blanca.
Mucho después nos mandó a desnudarnos de prejuicios, arrojando vestidos, flores… y trampas. Mientras él y todos los ellos hacían lo mismo. Y a apurar cada grano de arena, sintiendo ruido de brasas en las venas, “recorriendo las espumas hasta el fin del Universo, donde nace el Universo, cuando estalla el Universo”. Y olvidar “de alguna manera” –si se podía–, y volver a pasar por si la vieja ventana ofrecía rescoldos. Asegurarnos de no estar solos al alba de la muerte y la injusticia.
A lo largo de los años numerosos periodistas conocimos el chalé de Aute, en la Fuente del Berro, enfrente de TVE, del Pirulí. Una casa de gusto exquisito y vivido. Biblioteca elegida, sin nada dejado al azar. Dos ambientes de sofá en el salón, siempre alguien que entraba y salía. No solía faltar Maruchi, su mujer, y casi siempre había una pareja o dos de amigos. Aparecían y desaparecían los hijos. Los dos perros venían a saludar. Abajo, los distintos estudios de trabajo para pintar, escribir y componer. Luis Eduardo solía mostrar una calma sin impaciencias ni siquiera en el montaje de los equipos de televisión que en el muy cuidado Informe Semanal de TVE se llevaban un buen rato. Su casa era como él.
Le entrevisté muchas veces. Hasta para un libro de varios personajes en una charla mucho más relajada. De ahí he extraído varios de los datos y recuerdos. En la conversación le pregunté por una canción que a mí me parecía paradigmática en la que podía venir la conclusión de las canciones que empezaron a las cuatro y diez. En su texto dice: “Quiero que me digas, amor, que no todo fue naufragar por haber creído que amar era el verbo más bello. Dímelo, me va la vida en ello”.
–Me eduqué con ese concepto de que amar era el verbo más bello, se trataba de eso, de amar, no de competir, no de odiar, no de matar, no de mentir. Por lo menos la gente de mi generación se educó con los deseos o los ideales de construir una sociedad en la que hubiera solidaridad y generosidad y hubiera amor, y ahora es todo lo contrario– respondió. Aquella canción, como tantas otras, la hicieron suya otros intérpretes. Silvio, con el que tantas veces cantó, por ejemplo.
Luis Eduardo Aute se va de este mundo en uno de sus momentos más complejos. Cuando apenas se puede despedir a los seres queridos con el funeral y sosiego que se precisa en esos momentos. Creo que supo vivir. Y como somos la historia de lo que absorbemos, él fue un prodigio que bebió de la literatura, de la historia del arte, de sus propios cuadros y de todos los demás, del cine que retrata la realidad y la recrea, de la música que hila con armonía, del amor y del sexo, de los seres humanos, de la vida. Y sin duda hizo mucho mejor la vida de quienes disfrutamos de cuanto creaba.