Ante el último caso de violencia machista, llega el momento de pensar no en el asesino, sino en los cómplices. Los que callaron. Los que no denunciaron. Los que no dieron la voz de alarma. En estos casos, mucha gente suele pensar que nos referimos a las mujeres que estaban siendo amenazadas, y de ahí que se insista en la existencia del 016. No, esas personas no son los cómplices, sino las víctimas. Estoy pensando en los hombres que eran testigos de esas situaciones, sobre todo en el centro de trabajo.
El periodista Alfons Quintà asesinó a su mujer Victòria Bertran, de la que estaba separado, el lunes en Barcelona con una escopeta. Luego, se suicidó. La noticia debió de sorprender a mucha gente, excepto a los que lo conocían desde hace años. Y eran muchos, porque Quintà ocupó puestos directivos en varios medios de comunicación, como El País, TV3 o El Observador.
Albert Sáez, adjunto al director de El Periódico, cuenta en una columna quién era realmente Quintà y lo que sabían los que trabajaron con él. Sus víctimas eran numerosas, “mayoritariamente mujeres, que en las sucesivas empresas que dirigió sufrieron su acoso, su menosprecio y su misoginia”. Fue su posición de poder en esas empresas la que le permitía comportarse con absoluta impunidad. En algunos casos, se conducía simplemente como un déspota. En otros, el acoso cobraba un cariz mucho más siniestro.
Sáez destaca que hay algo más que la impunidad que da el poder lo que le permitió escapar sin castigo durante décadas. “Y lo hizo gracias al silencio vergonzante de sus congéneres masculinos que jamás tuvimos los arrestos de denunciarle”.
Alguien así nunca es un caso aislado. Concede, por así decirlo, múltiples oportunidades a la gente con la que se relaciona en el trabajo para que alguien intente poner freno a esos abusos de poder. Los que se dirigen a mujeres que están por debajo en la escala jerárquica de una empresa se suelen hacer a la vista de todo el mundo. O alguien se entera de que la víctima lo ha comentado a una persona de su confianza. Y la gente habla, aunque sea en un pasillo, en la máquina de café o en un bar. Y llega un momento en que casi todo el mundo está enterado. Lo saben los otros directivos, los subalternos o el comité de empresa. Y nadie se atreve a alzar la voz con el socorrido argumento de que es difícil tener pruebas, que es la palabra de una persona contra la de otra. Nadie parece entender que al final es la palabra de una persona contra la de muchas personas, porque nunca hay una sola víctima.
A lo largo de su trayectoria como máximo responsable de Fox News desde 1996, Roger Ailes utilizó su poder para abusar sexualmente de innumerables mujeres. Hubo que esperar hasta que 20 años después una mujer se atreviera a presentar una demanda para que una investigación interna revelara un patrón de abusos que sólo pudieron pasar desapercibidos gracias a la complicidad.
Son siempre hombres, en especial si están en situaciones de poder, los que podrían hacer la denuncia más efectiva y que no tengan que pasar 20 años hasta que una mujer se arme de valor o, como ha ocurrido ahora en Barcelona, a que una mujer sea asesinada. Y al mirar a otro lado esos hombres se convierten en responsables de todo lo que haga ese extorsionador a partir del día en que se enteraron de que algo estaba pasando.
No quiero establecer una relación causa-efecto entre lo que ocurrió durante décadas y el asesinato de Victòria Bertran. Desgraciadamente, no podemos saber qué habría pasado si alguien hubiera dado un paso al frente. Lo que sí es seguro es que Bertran estuvo sola, como muchas otras de las víctimas de Quintà. Y los que optaron por callar tomaron el partido del agresor y fueron de alguna manera responsables de todo lo que ocurrió después.
Ya vale de esconderse detrás de lo que pueden hacer el Gobierno, los tribunales y la policía contra la violencia de género (y es obvio que pueden hacer mucho más). Esta no es una batalla que se libra sólo en las comisarías y los juzgados. La responsabilidad no reside en las mujeres a las que se anima a que llamen al 016 o a la policía.
Está en todas las personas, sobre todo, hombres, que conocen a las 36.000 mujeres que denunciaron malos tratos de sus parejas o exparejas entre julio y septiembre de este año. En los hombres que fueron testigos de todas las formas posibles de abusos y menosprecios en el hogar, la calle o el centro de trabajo. En los hombres que escriben en los comentarios de las páginas web que es injusto generalizar al opinar sobre los casos de violencia de género, que creen que los asesinatos machistas son una aberración, un caso singular del que no se puede extraer ninguna conclusión sobre nuestra sociedad porque son obra de perturbados o criminales aislados. En los hombres que se oponen furiosos a que se tomen medidas para que haya más mujeres en puestos de poder en las empresas, una situación de dominio que favorece a gente como Quintà para seguir utilizando a mujeres a su antojo. En los hombres a los que no les vale con discrepar de las feministas cuando se habla de violencia machista o de cualquier otro tema, sino que las ridiculizan, les insultan o las amenazan. En los hombres que sólo conciben a las mujeres como objeto sexual.
Ante la violencia machista, pelear sólo contra los asesinos no nos llevará muy lejos. Es hora de ocuparse de los cómplices.