Eran las diez de la mañana de un 14 de febrero, sábado de carnaval. Llegó con mono de pintor, chaleco reflectante y escalera de hierro. Y unos ovillos de hilo blanco y grueso. Sin nada más y durante horas ocupó uno de los lugares más emblemáticos y vigilados de la capital de España. Entre el poder económico (la Bolsa), el político (las Cortes), el social (el Ritz y el Palace) y el cultural (el Prado) fue tejiendo durante horas una tela de araña gigantesca ante la pasividad de la policía y el asombro de los paseantes.
El laberinto de hilo urdido por @adescardino durante la mañana seguía intacto al atardecer, cuando el desfile del carnaval inundó la calle. El bullicio de las charangas fue mucho, pero nunca suficiente para tapar la realidad de una ciudad que no termina de encontrarse a sí misma. Madrid, lo hemos visto la pasada semana y lo seguiremos viendo las próximas, está en el centro de una gran pelea política en la que la lucha por el poder de los partidos se entremezcla con la vanidad de los políticos. Y en ese barullo, esa tela de araña de intereses y ambiciones, siempre ha salido perdiendo la ciudad.
Madrid es una ruina y a la vez una maravilla. Es un problema y una gran oportunidad. Pero hace mucho tiempo que no tiene un alcalde que se la crea y que la ame. Que aparque su ideología y sus prejuicios y represente a sus habitantes, sin excepciones. Que abra un debate para soñar una ciudad, que nunca será perfecta, pero que podamos construir entre todos.
Los dos últimos alcaldes (por no remontarnos más atrás, que ya son años) han sido un desastre. Alberto Ruiz-Gallardón aterrizó en la Casa de la Villa empujado por Aznar con la mirada puesta en su futuro político. Enseguida puso en marcha las excavadoras y las grúas. Un túnel no, el más largo. Una cancha de tenis, tampoco, la más cara y menos utilizada del Universo. Los rascacielos más altos, sí, en el lugar menos indicado pero más conveniente, ya me entienden. Y así, entre fracasos olímpicos y pelotazos urbanísticos, la ciudad se fue arruinando hasta bordear la bancarrota. Y no precisamente por la crisis económica. Madrid para Gallardón nunca fue un proyecto, solo un trampolín que al final se le hizo muy muy largo.
Y llegó Ana Botella, la estricta gobernanta, con sus fobias y sus recortes. Madrid, ya sin un duro, no daba para mucho. Hasta los árboles del Retiro empezaron a rendirse. El aíre se ensució aún más y las calles le siguieron el paso. Tristes sucesos pusieron al descubierto el hedor de algunas contratas y la alcaldesa, huyendo hacia delante, acabó convirtiéndose en aspirante a monologuista del Club de la Comedia.
Pero ojo, los madrileños, que somos todos los que aquí vivimos, desde el primer día en el que llegamos, damos vida a una gran ciudad, aunque nuestros políticos no nos representen. Ocupemos las calles y las urnas. Pidamos con gritos y con votos una ciudad más solidaria, más participativa, más humana. Madrid, a pesar de todo, resiste.