El malismo

10 de abril de 2022 22:01 h

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En el supermercado de mi barrio, durante el confinamiento, se colocaron dos extensas mesas en el pasillo anterior a la salida. En una se almacenaba comida no perecedera. En la otra, productos de higiene. “Por favor, si podéis comprad detergente o tampones, es que nadie deja eso”, decían los voluntarios. Y pocos minutos después aparecían varias personas con detergente y tampones bajo el brazo, los dejaban sobre la mesita y se llenaban a continuación las manos de gel hidroalcohólico, tanto gel que parecía imprescindible traspasar la epidermis y desinfectar también algún órgano interno. No había diálogo en aquellas brevísimas escenas pandémicas porque el miedo al contagio, a aquel insólito enemigo que llenaba las morgues, impedía hasta mantener conversaciones. Pero, día tras día, los bancos de alimentos se desbordaban, de peticiones y de ayuda. 

En cientos de edificios aparecieron carteles ofreciendo a los mayores ayuda para ir al supermercado. Muchos estudiantes se ofertaron como canguros voluntarios para padres que no podían teletrabajar. Otros se pusieron a crear prototipos en 3D de respiradores artificiales en sus garajes, con plásticos y chatarra. Otras cosieron mascarillas con telas de andar por casa. Hubo una especie de cadena comunitaria reparadora, y hasta por un momento nos creímos eso de que íbamos a salir mejores de  todo aquello. Dos años después: ni salida, ni mejores. Estaba visto. 

Algunos, sin embargo, dirían que aquellos meses hubo “buenismo”. Por supuesto, los actos de generosidad también benefician a los bienhechores. Está más que demostrado que hacer algo por los demás es bueno para la salud de las personas que reciben apoyo, pero también es bueno para la salud emocional de las personas que ofrecen su ayuda. Los actos de generosidad se podrían prescribir como medicación. Tome “Generosidol 200g” cada 8 horas y se sentirá mejor. La expresión “buenista”, sin embargo, se empezó a utilizar de una forma más peyorativa hace tiempo. Técnicamente un “buenista” es aquel que hace el bien para ganarse el reconocimiento externo, para que otros vean lo buena persona que es. Pero la palabra terminó englobando cualquier buena acción, en según qué foros. O, al menos, cualquier buena acción pasó a ser sospechosa de contener trazas de “buenismo” y no de bondad.

En paralelo al auge del uso de este término, apareció lo que el dibujante Mauro Entrialgo ha denominado como “malismo”. El “malismo”, argumenta Mauro, es el acto consciente de ostentar maldad sin que esto provoque ninguna repercusión o represalia. Al contrario, el “malismo”, añade Entrialgo, “da votos, trabajo, puestos de poder”. Un “malista” promueve deliberadamente la crispación. Un “malista” aprovecha la debilidad ajena para lucrarse, enriquecerse, crecer profesionalmente, tener voz, credibilidad, espacio público, altavoz mediático, agenda. El “malismo” llena totales en tertulias y bastantes veces, incluso, participa en ellas con silla propia. Los “malistas” tienen discípulos, condiscípulos, fieles y secuaces. 

Podría decirse que “malismo” ya existe en el diccionario, que hablamos de “maldad”. Pero es que el “malismo” incluye esa repercusión externa positiva, esa palmadita en la espalda, ese “claro que sí, que se jodan, bien dicho, bien hecho, que rabien”. Nadie espera demasiado reconocimiento por hacer un uso deliberado de la maldad, salvo quizá Norman Bates; sí se da por hecho ese reconocimiento cuando se predica el “malismo”. Ahí no hay nada improvisado. Hay, de hecho, un énfasis desmedido en la conducta, una atrofia moral. 

En tiempos de “malismo” uno puede, por ejemplo, llevarse más de seis millones de euros en comisiones por traer material sanitario, en parte defectuoso, “inflando artificialmente” el precio de los contratos, durante los peores días del confinamiento, cuando tantos otros ofrecían ayuda teniendo muy poco, y decir, sin pudor, que “es lo normal”. Y añadir, al día siguiente, que “bueno, ya se sabe, en la Fiscalía son todos de izquierdas”. Y al día siguiente, supongo, saludar a los vecinos del barrio desde el Ferrari 812, como un Rey Mago desde su majestuosa carroza, con el brazo en el que esté atado el Rolex de oro rojo. 

Vivimos tiempos en los que se aplaude al pirómano por provocar un incendio porque esto hará rabiar a los naturistas, a los ecologistas, a los amigos de la naturaleza, o al vecino de enfrente al que sí le gustaba el bosque. E incluso habrá otro vecino que vaya por el pueblo diciendo que no hubo tal incendio, que es todo un montaje orquestado, aunque ahí estén, bien visibles, todas las cenizas. 

Lidiar con el mal requiere aceptar que nunca desaparece. Lidiar con el “malismo” requiere aceptar que, como sociedad, hacemos más porque aparezca que porque desaparezca.