Marisa Paredes
Mi generación hace ya tiempo que llegó a ese momento vital en que te escuchas decir aquello de que ahora se muere gente que antes no se moría. A mi generación los sociólogos la llaman la de los babyboomers porque nacimos en la explosión demográfica que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Estamos, pues, entre los 60 y los 80 años, y, ay, ya contamos con un montón de bajas. Apenas hay día en que los diarios no den cuenta del fallecimiento de un escritor, un cineasta, un músico o un político que ha sido influyente en nuestras vidas.
Pero, aunque ya tengamos callo, a mí y a la mayoría de mis amigos nos ha impresionado particularmente la sorpresiva muerte de Marisa Paredes. Quizá porque con su vitalismo, su elegancia y su activismo incombustibles se había convertido en la encarnación de lo que está siendo un nuevo fenómeno social: esos sexagenarios y sexagenarias, esos septuagenarios y septuagenarias que ahora salen en la publicidad tan guapos, tan modernamente ataviados, tan activos. Clientes potenciales de viajes al otro extremo del planeta, de hermosos automóviles eléctricos o de gafas de sol estilosas.
La generación de Marisa Paredes es la mía. Sufrimos el franquismo y buena parte de nosotros lo combatimos como pudimos en nuestros años mozos. Con asambleas, huelgas y manifestaciones prohibidísimas. Con detenciones, torturas y encarcelamientos. Detestábamos a un tirano que nos había robado la posibilidad de vivir nuestra infancia, adolescencia y primera juventud como lo hacían nuestros vecinos franceses e italianos. Con libertades y en colores.
Fuimos las tropas de choque callejeras de la Transición, fuimos los protagonistas de la Movida, y luego, en los años 1980 y 1990, nos dedicamos a trabajar con seriedad en lo nuestro, cada cual en su oficio y profesión. Vivíamos ya en una España con unos razonables mínimos democráticos, integrada en Europa y con un Estado de bienestar en construcción. No habíamos materializado nuestros sueños progresistas de juventud, pero lo conseguido no era poco. Si currábamos bien, tendríamos una vejez tranquila y segura, con pensión y asistencia sanitaria. Si nuestros hijos estudiaban bien y no se despendolaban, tendrían trabajos bien pagados y acceso a una vivienda propia. Quedaban muchas cosas por arreglar, pero el camino trazado era prometedor.
Ya peinábamos las primeras canas cuando llegó el siglo XXI y se puso en cuestión repentinamente mucho de lo que habíamos conseguido. Caramba, había que volver a las barricadas, nos dijimos algunos. No todos, que conste; otros se habían apoltronado y esclerotizado de modo irreversible. Pero Marisa Paredes estuvo entre los primeros, entre los que decidieron dar voz a la inquietud por el regreso a la escena nacional y mundial del autoritarismo y el belicismo. Consiguió notoriedad con su discurso contra la guerra de Irak en la ceremonia de los Goya de 2003. Consiguió también ganarse la animadversión de los que de verdad mandan.
El día de la muerte de Marisa Paredes escuché varios testimonios de gente que decía con admiración que la actriz se había ido haciendo cada vez más de izquierdas en las últimas dos décadas. Es verdad y es también un fenómeno generacional, algo que nos ocurre a parte de mi generación. Habíamos ido asumiendo cierto conformismo socialdemócrata en el último tramo del pasado siglo, pero la pornográfica ruptura del contrato social proclamada por parte de neoconservadores y neoliberales volvió a ponernos las pilas.
Lo primero fue la absurda guerra de Irak, lo siguiente fueron los crueles recortes sociales que pagaron la crisis del capitalismo especulativo de 2008, lo de ahora es el regreso del fascismo. Desde el no a la guerra de Irak a la protesta por la deforestación de Madrid, Marisa Paredes ha estado en muchos de los combates contra esta vuelta al Medievo. Cada vez más guapa, cada vez más elegante, cada vez más radical en el buen viejo sentido de la palabra, ir a la raíz de las cosas.
La actriz se había convertido en un viviente desmentido de esa derrota moral e intelectual de nuestra generación que postula Fernando Savater. Ese rencor de Savater contra todos los que no han traicionado los sueños juveniles que él también compartió, del que habla Justo Serna en su magnífico ensayo sobre la evolución del donostiarra. No, acomodarse a lo existente, por tradicional que sea, no es ineludible, señor Savater. Ahí sigue, aunque muy cascado, Noam Chomsky.
Por eso nos ha impresionado tanto la muerte de Marisa Paredes. La veíamos como una diva que rejuvenecía con cada indignación ante la tropelía del momento. Dábamos por hecha su presencia en los combates justos de ahora y del porvenir, al menos del inmediato porvenir. Pero no, ella era mortal. Mortal como todos nosotros. Se ha muerto alguien que antes no se moría. Se ha muerto viva.
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