Hace ya unos añitos vi por primera vez uno de esos exabruptos videoanimados tan geniales y descacharrantes de Rocío, con sus voces perturbadoras que la han hecho célebre y viral, y cuando vi su apellido me caí de poto, no solo era peruana como yo, también tenía un apellido quechua, Quillahuamán, que une dos vocablos quechuas, quilla (luna) y huamán (halcón). En Lima, Perú, donde vivimos alguna vez las dos antes de llegar al reino de España –yo en Jesús María, un barrio de clase media media, y ella en un cerro populoso (como se suele decir en Perú a lo pobre) de San Juan de Miraflores–, un apellido como el de Rocío se esconde y de un apellido como el mío se presume. Y eso que el mío solo quiere decir de Viena, Gabriela de Viena. Y el de ella, Rocío halcón de la luna. O sea, no jodan. No hay ni punto de comparación.
Pero con cualquier apellido nunca ha sido fácil ser marrón, desde hace 500 años por lo menos. Mucho menos viviendo en un cerro de Lima. El sistema de castas colonial se heredó enterito: a grandes rasgos los blancos son ricos, los indios son pobres. Nuestras abuelas no nos hablaron en su quechua nativo porque eso significaba contarle al mundo que venimos del indio y condenarte a tener una vida de indio, o sea de pobre y discriminado. Trabajando el doble para cobrar la mitad. Rocío, por cierto, tiene agudas reflexiones acerca de la precariedad del mundo cultural en el que trabajamos en este país y en el que como marrones y cholas somos excepciones. Sus videos han sido en estos años verdaderos exorcismos para muchísima gente, catalizador de la rabia de clase.
Las madres siempre quieren lo mejor para sus hijes y un día la madre de Rocío migró con sus hijas a Barcelona, quiso alejarlas lo más posible del cerro, de la pobreza, de lo cholo, de lo marrón. En España, la policía le dio la bienvenida apuñalando y destripando a su oso de peluche Winnie the pooh en busca de drogas. Pero el viaje no termina ahí.
Un largo trecho ha recorrido Rocío hasta publicar un libro titulado Marrón (Blackie Books), que abraza lo marrón, que grita con esa voz inconfundible de Quillahuamán su color, su identidad, su origen. Y que está escrito en la portada con esa tipografía chicha y psicodélica, que también antes de ponerse de moda era algo solo “de cholos”. Los cholos y las cholas son los marrones, los cuerpos que recuerdan una historia de violencia civilizatoria pero también la memoria de la resistencia.
Y aquí en España la historia de las nuevas generaciones de hijes de migrantes trabajadores del sur estaba por contarse. Esto ya ha empezado. Una migración que como dice Rocío no decidió ella, porque tenía diez años: vino directa de un cerro de San Juan de Miraflores al antipático mundillo indie creativo barcelonés, vino del indio al indie, al que desde hace un tiempo le grita sus verdades. Creció y aprendió a lidiar con la condición migrante. Hija de trabajadores peruanos, de una madre cuidadora de otros niños y ancianos, se movió en entornos que nunca se habían puesto a pensar si eran racistas hasta que llegó ella. Y alternó entre el sentirse fuera de todo y el no ser parte de nada, hasta convertirse en la grandísima humorista y referente que es a sus 28 años.
En Marrón, el humor y la mala baba que le conocemos, ese estar hasta el coño o hasta la chucha de tantas cosas, se mezcla con la ternura y la vulnerabilidad de una voz inédita que se cuenta por primera vez para demoler estereotipos muy enquistados sobre las vidas marrones, con frescura y metiendo el dedo en la llaga en el relato de sí misma, en sus intentos de integrarse y blanquearse. Romper estereotipos como que las latinas somos inofensivas, gente a la que tratar con condescendencia. No, no somos tus buenas salvajes, no soy tu Pocahontas, no soy tu panchita. Queremos que nos sientan peligrosas. Y Rocío lo es. Lo es para la España de Vox. Para las fronteras europeas. Para el racismo y el neocolonialismo. ¡Hemos venido a borrarlos a todos! ¡En veinte años ya no habrá blancos en este país! ¡Solo marrones!! Es broma.
“Queríamos escapar de nosotras mismas para aspirar a ser nuestras mejores versiones, siendo esa «mejor versión» simplemente una negación de lo que éramos y de donde veníamos”, escribe. Este libro es un intento de ir hacia esa identidad negada, incluso por ella misma. Cuando Rocío confiesa que ha intentado borrarse con algodón y alcohol las partes más oscuras de su cuerpo hasta hacerse una herida habla de cómo el racismo sistémico nos rompe, afecta nuestra salud mental y nuestras vidas. Sabemos que nada de eso se va a borrar: ni el marrón ni la herida. Pero también que desde ese lugar creamos, nos narramos, nos hacemos visibles. Este libro celebra lo marrón e intenta curar la herida. En Perú la tirita se llama curita. Bonito, ¿no? Y eso es lo que Rocío se pone en la herida y sigue palante.