La semana pasada, una hablante acudía a los servicios de consulta de la RAE en Twitter con la siguiente pregunta: ¿por qué decimos que una correa es negra, pero no que es 'marrona'?
El intercambio de tuits ha sido retuiteado, reenviado y comentado hasta la saciedad y el veredicto parece ser unánime: la pregunta de la tuitera es puro troleo y la respuesta de la RAE una genialidad que pasará a los anales de los zascas tuiteros más sonados. Sin embargo, la pregunta planteada es perfectamente legítima desde el punto de vista lingüístico y encierra mucha más enjundia de la que pueda parecer a primera vista: si decimos que una chica es cabezona, ¿por qué no decimos que la correa es 'marrona'?
Dentro de los adjetivos que sirven para denominar colores, podemos distinguir dos grandes grupos. Por un lado están los colores básicos, que son adjetivos con todas las de la ley y que no suelen plantear muchas dudas: rojo, blanco, negro, amarillo... Como buenos adjetivos que son, hacen lo que se espera de ellos, es decir, flexionar en género y número al ritmo de las palmas que les toque el sustantivo al que acompañen: camisas rojas, correa negra, baldosas amarillas, dientes blancos. El adjetivo 'verde' puede hacernos dudar porque mantiene la misma forma en masculino y femenino (perro verde, mangas verdes), pero en general los adjetivos que terminan en -e suelen ser invariables en género (una chica amable, un chico torpe), así que el comportamiento aparentemente imperturbable de 'verde' entra dentro de la normalidad.
Por otro lado, tenemos aquellos colores menos básicos que hemos bautizado usando nombres de cosas: color salmón, color turquesa, color caoba, color burdeos. El motivo por el que habitualmente reutilizamos el nombre de una cosa para bautizar un color suele ser porque la cosa en cuestión es prototípicamente de la tonalidad a la que da nombre (del color del salmón, del color de la turquesa, del color del marfil) aunque la etimología es caprichosa y también podemos encontrar nombres de lugar (como el color magenta o el marengo) o extranjerismos que nos hemos traído de otras lenguas (como el ya asentado color beis o el más reciente nude).
Aunque cuando aparecen como nombre de color estas palabras se parecen mucho a los adjetivos, su naturaleza sigue siendo sustantiva. De hecho, basta con retorcerlas un poco para comprobar que no admiten ninguna de las pruebas que un verdadero adjetivo superaría sin despeinarse: ni flexionan en género o en número (¿páginas salmones? ¿vestido berenjeno?), ni admiten con demasiada naturalidad anteponerles un “muy” (¿muy burdeos?), ni aceptan sufijos como -ísimo (¿marfilísimo?). Y es que estas palabras no son más que el nombre de un color, no un adjetivo: lo que subyace a estas construcciones es un “del color de” que hemos omitido pero que se deja sentir de forma implícita (“un vestido de color berenjena”, “las páginas de color salmón”). Aunque el sustantivo se vista de adjetivo, sustantivo se queda.
Y en medio de estos dos grupos (el de los adjetivos genuinos que flexionan sin problema, y el de los sustantivos que ocasionalmente usamos como nombre de color) nos encontramos palabras como 'naranja', 'rosa' o 'violeta'. Estas palabras viven inmersas en una cierta indecisión lingüística: por un lado, son como 'salmón', 'marfil' o 'berenjena', es decir, nombres de cosa (la naranja es una fruta, la rosa y la violeta son flores) que por antonomasia han acabado bautizando a un color, así que deberían mantenerse tan invariables como ellos. Por otro, su uso como nombre de color está tan asentado que, a fuerza de aparecer en este tipo de construcciones, los hablantes les hemos ido viendo cara de adjetivo y sentimos la tentación de aplicar el caso general y tratarlos como haríamos con 'rojo' y sus demás hermanos cromáticos. Son adjetivos 'wannabe': se debaten entre seguir su naturaleza sustantiva (y por lo tanto no flexionar, como no lo hacen ni 'berenjena' ni 'salmón') y asumir la transmutación que los ha recategorizado como adjetivos.
Es precisamente esa tensión entre fuerzas antagónicas la que explica por qué estos colores se mantienen invariables en cuanto al género (decimos “partido naranja” o “impuesto rosa” y no “partido naranjo” ni “impuesto roso”), pero que se les vea generar vacilaciones cuando van en plural (¿gafas violeta?, ¿gafas violetas?). Los hablantes dudamos entre respetar su esencia sustantiva y mantenerlos tan invariables como haríamos con 'salmón' o si dejarnos de miramientos, asumir que son adjetivos y ponernos a establecer concordancias morfológicas alegremente.
¿Y marrón? Si marrón hubiera sido un adjetivo de pies a cabeza como lo es 'rojo', se hubiera visto arrastrado irremediablemente por el paradigma de la flexión de género adjetival y hubiera hecho su femenino en 'marrona', que es lo que morfológicamente le tocaba, como sugería la tuitera menesterosa. Pero es que marrón no es un adjetivo como 'rojo', y no lo es por partida doble: 'marrón' entró desde el francés como nombre de color allá en el siglo XIX, es decir, fue un extranjerismo como lo son ahora 'beige' o 'nude'. Para más inri, 'marrón' como color ya era invariable en género en su origen, porque 'marron' en francés significa 'castaña', y en francés también siguen la regla de que los colores que provienen de nombres de cosas se mantienen invariables. Así que, cuando el uso llevó a 'marrón' a emprender su carrera como adjetivo, no tuvo más remedio que seguir el camino de los adjetivos del quiero y no puedo, es decir, renunciar a la flexión en femenino (la hipotética 'marrona') y conformarse con una mísera flexión de número.
Marrón, naranja, rosa, violeta… Lo que la rigidez morfológica de estas palabras nos demuestra es que, a pesar de que el uso las haya convertido en adjetivos, su memoria categorial es lo suficientemente poderosa como mantener, aunque sea en parte, la inmutabilidad flexiva propia de los sustantivos.