- Lee aquí la primera y la segunda entrega de esta serie de artículos
En la primera entrega de esta serie de artículos, nos centrábamos en la demonización que han realizado diversas organizaciones ecologistas de las radiaciones electromagnéticas no ionizantes de los teléfonos móviles y WIFI. La segunda parte se enfocaba en la crítica ecologista no basada en las evidencias científicas de los organismos transgénicos y organismos modificados genéticamente con CRISPR y otras herramientas.
En esta última entrega nos dedicamos a un elemento químico tan cotidiano y ampliamente usado en el mundo como es el cloro. La cloración del agua para la potabilización de las aguas ha sido uno de los mayores logros sanitarios de la humanidad. Gracias a este agente químico que se empezó a implantar en el agua para consumo humano en 1883 en Hamburgo, las epidemias de enfermedades infecciosas, entre ellas el cólera, disminuyeron drásticamente. Millones de muertes se han evitado gracias a la gran utilidad del cloro como desinfectante del agua y su valor para la salud pública está fuera de toda duda. La cloración del agua potable está hoy tan extendida y aceptada que podría sorprendernos que hace tan solo 30 años diferentes colectivos pusieron en cuestión su uso, hasta el punto de que en diferentes partes del mundo se planteó el cese de la cloración del agua.
Entre los diferentes colectivos implicados en la demonización del cloro se encontraban organizaciones ecologistas, siendo Greenpeace el que más presión mediática ejerció en el asunto desde finales de los años 80. En 1991, esta ONG ecologista comenzó su campaña mundial contra el cloro. Para ello, elaboró folletos, organizó eventos y manifestaciones, emitió vídeos y apareció en multitud de medios de comunicación. Su primer informe público sobre el tema llamado “El producto es el veneno. El caso para la eliminación gradual del cloro”, solicitaba a las autoridades de Canadá y Estados Unidos “establecer un plan para eliminar gradualmente el uso, la exportación y la importación de todos los organoclorados, cloro elemental y agentes oxidantes clorados (por ejemplo, dióxido de cloro, hipoclorito de sodio -lejía-)”.
El activista de Greenpeace y biólogo Joe Thornton explicaba que “No hay usos del cloro que podamos considerar seguros”. Bonnie Rice, portavoz de la campaña de Greenpeace “Libre de cloro” hablaba así ante los medios: “¿Es posible un futuro libre de cloro? Sí, puede hacerse sin disrupción masivas en la economía y la sociedad, si se hace de la forma correcta.” Entre los vídeos de Greenpeace publicados sobre el asunto había uno animado llamado “Planeta cloro” en el que varios extraterrestres llegaban a la Tierra y se mostraban preocupados por encontrar que el cloro estaba destruyendo el aire, el suelo y el agua del planeta. El mensaje final era “El cloro mata, podemos vivir sin él”.
En esta cruzada total contra el cloro, sin hacer distinciones entre compuestos, las organizaciones ecologistas exageraron sus riesgos para la salud humana en aspectos tales como la producción de cáncer y alteraciones hormonales, del sistema inmunitario y en los órganos sexuales. La opinión pública sobre este compuesto químico y sus derivados fue más negativa que nunca debido a estas campañas mediáticas y múltiples científicos trataron de informar sobre el asunto en publicaciones tales como Science.
El punto más crítico del asunto llegó con la aparición de brotes de cólera en Perú en febrero de 1991 y, más tarde, en otros países de América Latina. Hoy por hoy, las causas por las que surgió el cólera en el continente sudamericano después de casi un siglo sin hacer acto de presencia no están claras del todo. Un complejo cúmulo de circunstancias llevó a tal desenlace: pobres condiciones de higiene, comida contaminada, inadecuada separación del agua y los flujos de residuos y escasos esfuerzos en la cloración del agua en múltiples zonas. Entre 1991 y 1993, el brote de cólera causó la muerte de casi 9.000 personas en Latinoamérica y provocó la enfermedad a cerca de 1 millón de personas. Solo en Perú, más de 300.000 personas sufrieron la enfermedad y más de 2.900 fallecieron por esta causa.
Cuando los trabajadores de la OMS acudieron a los países afectados por el cólera para poner freno a la epidemia se encontraron, para su sorpresa, con funcionarios de la salud, tanto en Perú como en otros países, que se resistían a la cloración del agua por sus preocupaciones acerca de los productos derivados del cloro (trihalometanos) en la generación de cáncer y otros problemas de salud en la población. El origen de sus temores estaba en estudios científicos y artículos periodísticos que fueron ampliamente difundidos y exagerados por organizaciones ecologistas en los países desarrollados. El principio de precaución se había desvirtuado hasta tal punto que, para estas personas, la cloración del agua suponía un peligro mayor que las enfermedades infecciosas que provoca su ausencia. Sin embargo, gracias a la cloración del agua y a importantes campañas de educación enfocadas en la higiene y la eliminación de aguas de desecho, se puso fin a la epidemia de cólera en Latinoamérica.
En la actualidad, organizaciones ecológicas como Greenpeace ya no están en contra del cloro para la potabilización de las aguas aunque hasta el año 2001 podíamos encontrar afirmaciones en los medios como que “Greenpeace afirma que el cloro es un desinfectante de aguas poco sano”, planteando su sustitución por el ozono. Lástima que ningún asesor científico les dijera que el ozono por sí solo no es tan fiable en la potabilización de las aguas porque es un compuesto volátil que desaparece a los 30 minutos. Por esa razón es por la que no se puede prescindir del cloro en España ya que posee una red de tuberías de gran longitud, clima cálido y agua que procede de la superficie. Eliminar su uso llevaría a un riesgo sustancial de contaminación por microorganismos patógenos a lo largo de la red de abastecimiento. No es una buena idea aplicar principios de precaución sin hacer un análisis neutral de los detalles científicos. Ya sabemos que las organizaciones ecologistas defienden lo “natural”, pero si hay que elegir entre un ínfimo riesgo por la artificial cloración del agua para su potabilización frente un evidente riesgo de epidemias naturales de cólera y otras enfermedades infecciosas parece claro hacia dónde se inclina la balanza.