Cualquier crisis, mucho más una de las dimensiones de la que estamos sufriendo, pone al descubierto los agujeros del sistema, sus debilidades y flaquezas. Hace visible lo que a duras penas la “normalidad” escondía bajo una máscara de domesticación y frágil felicidad. De ahí que nos debería preocupar no solo cómo salimos vivos de la pandemia sino también como hacemos para asegurar el bienestar y la dignidad una vez que el virus haya sido confinado. Una salida que debiera producirse a través de las herramientas y estrategias que, precisamente se habían ido convirtiendo en los últimos años en las más endebles de un Estado escasamente Social. Recordemos que en nombre de la estabilidad presupuestaria y de los dictados del mercado se fueron sacrificando buena parte de las políticas sociales que en el pasado siglo trataron de corregir desigualdades. Y ello dio lugar a que muchos hombres y muchas mujeres fueran poco a poco expulsados a los márgenes, a ese lugar en el que hablar de derechos supone hablar de supervivencia y en el que por tanto se disfruta un estatus devaluado de ciudadanía.
Ha sido así como, junto a las carencias de un sistema público de salud que ha sufrido durante años el maltrato de políticas neoliberales, hemos ido comprobando cómo nuestro modo de vida, incluso más allá de las prioridades políticas e institucionales, había situado en un lugar muy secundario el bienestar, la voz y el peso social de las personas mayores. Un colectivo, cada vez más numeroso de acuerdo con la evolución demográfica, que no hemos sabido integrar no solo en las políticas públicas sino incluso en nuestro orden cotidiano de tiempos y necesidades. Salvo en la labor que muchos abuelos y muchas abuelas han realizado para permitir que mujeres y hombres, y muy singularmente las primeras, pudiéramos conciliar vida laboral y familiar, en el resto de los escenarios las personas mayores habían ido desapareciendo, como si desde el momento en que dejan de ser “productivos” ya no tuvieran nada que aportar a la sociedad, como si ya solo fueran un estorbo y solo merecieran algún titular en la batalla campal que los partidos han tenido a costa de sus pensiones. El estado que ahora ha empezado a hacer visible de muchas residencias, la soledad a la que tantos y tantas están condenados o la angustia que les ha tocado vivir en medio de una pandemia amplificada en su dramatismo por unos medios con frecuencia instalados en el morbo, deberían ser las urgentes señales de alerta sobre una parte de la ciudadanía, cada vez más numerosa, que debería ser parte del reconocimiento, la redistribución y la participación. Un mandato que, aunque sea con la limitada fuerza jurídica de los principios rectores de la política social y económica, está presente en nuestra Constitución cuando en su art. 50 mandata a los poderes públicos para que promuevan “su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio”. Una lección que todos deberíamos aprender, de tal manera que empezáramos a proyectar nuestras vidas, es decir, nuestros espacios y nuestros tiempos, sin expulsar de ellas a quienes entendemos que nada pueden aportar a las máquinas que mueven el mundo.
En el otro extremo, y así lo estamos detectando en los debates que en estos últimos días se están abriendo sobre la necesidad de que puedan salir a la calle o en la enorme controversia que están generando las medidas relacionadas con el curso escolar, nos encontramos con los niños y con las niñas. Esos sujetos de derechos a los que el ordenamiento nunca sabe bien cómo tratar, y a los que con frecuencia olvidamos también en un mundo de adultos en el que la mayoría de edad parece ser una barrera mágica que nos permite configurar versiones distintas de la dignidad. Las personas menores de edad, que son objeto de una limitadísima atención en nuestra Constitución (art. 39.4), a pesar de los tratados internacionales y de la sucesivas leyes que en nuestro país hemos aprobado teniendo presente su interés superior, siguen siendo considerados ciudadanía de segunda, absolutamente invisibilizados entre unas políticas excesivamente paternalistas y otras que no tienen presente la compleja y diversa realidad de quienes no hayan llegado a la mayoría de edad. Todo ello además en el contexto de unas sociedades en las que tenerlos se mueve entre el lujo que representan para una mayoría y la satisfacción de un supuesto deseo, el de ser padres y madres, que una vez satisfecho no siempre se traduce en un ejercicio corresponsable de educación y cuidados.
De alguna manera, pues, las personas menores y las mayores nos están poniendo delante del espejo el rostro más cruel no solo de unas políticas públicas y de unos gobiernos cegados por las leyes del mercado, sino también el de nosotros mismos. Tan centrados durante todo este tiempo en nuestro presente de acomodados demócratas que fácilmente olvidamos el niño que fuimos, de la misma manera que no quisimos pensar en el mayor que irremediablemente, y si tenemos la suerte de que ningún virus nos mate, llegaremos a ser. Sin habernos dado cuenta de que sin unos ni otros reducimos la democracia a un simulacro en el que la igualdad y la dignidad apenas si son cínicos argumentos en manos de los que un día, aunque nos pese, también llegaremos a viejos.