Que las jóvenes generaciones están -en su mayoría- frustradas y decepcionadas con el mundo adulto que se han encontrado no es nada nuevo para nadie. No hay más que ver las estadísticas de paro juvenil, de depresiones y suicidios.
Es duro reconocer que la culpa la tenemos nosotros, los que pertenecemos a las generaciones anteriores y somos quienes los han educado en valores y creencias que -ahora nos damos cuenta- eran falsas. Bienintencionadas, pero falsas, igual que el mito de los Reyes Magos. Solo que, a diferencia de este, que en algún momento de la infancia se descubre y, a pesar de la mentira en la que hemos vivido hasta ese momento, nos deja un poso de ilusión, de felicidad, de magia e inocencia, las otras ideas que nos han ido inculcando a lo largo de la infancia y la adolescencia, cuando se revelan falsas, crean la sensación de manipulación y de engaño.
Me explico. Casi ningún padre o madre miente a sus retoños a propósito, pero la mayor parte de nosotros protegemos a nuestros hijos de la realidad del mundo que se van a encontrar cuando ingresen en la sociedad ya como adultos. Tratamos de que sean honestos, íntegros, que no copien en los exámenes, que estudien con aplicación, que cumplan sus promesas... Les decimos que, si trabajan y se preparan bien, si aprenden idiomas, si hacen carreras y masters, les irá bien en la vida, encontrarán un trabajo que los hará felices y colaborarán en el progreso del mundo. Y mientras se lo decimos a ellos, nos lo creemos y pensamos que a ellos les irá mejor que a nosotros porque están mejor formados, son más cosmopolitas, saben manejar aparatos que a nosotros nos cuesta entender. Nos hace ilusión pensar que será así.
Luego, cuando ellos, con sus carreras y sus idiomas, pero sin una familia bien situada y con muchos contactos que les permitan colocarse bien, se enfrentan a su propio futuro, se dan cuenta de que muchas veces -demasiadas veces- los mejores puestos van a los más mediocres, a los que nunca expresan una opinión propia, a los que no tienen un comportamiento de integridad insobornable. Los demás jóvenes, que son la gran mayoría, tienen que apechugar con trabajos mal pagados, con contratos vergonzosos, con dos o tres empleos para poder permitirse el “lujo” de pagarse un alquiler que les permita vivir solos o en pareja, sin tener que alargar la etapa de los pisos compartidos hasta los 40 años.
Les hemos mentido. Nosotros, y las películas -sobre todo las estadounidenses- y los libros de superación, que se venden como rosquillas, y las series para adolescentes. A base de cine, han llegado a creerse que, si de verdad deseas algo, lo vas a conseguir contra viento y marea, que el individuo puede enfrentarse a un sistema corrupto y vencerlo. Mentiras podridas que han hecho tanto daño como la búsqueda incesante del príncipe azul, que no llega porque simplemente no existe.
Y lo peor es que nosotros lo sabíamos. Quizá no con todos los detalles, pero sabíamos que el mundo no es el lugar luminoso y justo que les estábamos haciendo creer. Pero no queríamos abrirles los ojos tan pronto. Queríamos que siguieran creyendo en los grandes ideales, igual que nos gustaba que creyeran en la magia y pusieran los zapatos en el balcón. En descargo de las generaciones mayores se puede decir que la mayor parte de nosotros pensábamos que, si los educábamos en la honestidad, en la fe en la justicia, y el respeto, y la equidad, estábamos poniendo nuestro granito de arena para que el mundo fuera haciéndose, generación tras generación, un lugar mejor.
No me arrepiento de haber educado así a mis hijos, pero cuando veo a tantos jóvenes frustrados, convencidos de que no hay futuro para ellos, de que no son más que carne de consumo, de que solo se les tiene en cuenta para venderles productos y servicios que, con mucha frecuencia no pueden pagarse porque no ganan lo bastante, me da mucha pena, y creo que nos hemos equivocado en muchas cosas. Pero ¿qué madre, padre, educador, va a enseñar a los niños a plegarse a condiciones abusivas, a dejarse corromper, a bailarle el agua a un jefe que no está a la altura de su puesto, pero es quien manda?
No. Les enseñamos que pueden conseguir lo que se propongan, que todo es cuestión de esfuerzo, de demostrar lo buenos que son. Y eso es terrible porque, cuando, por mucho que se esfuercen no lo consiguen, la conclusión que sacan es que la culpa es de ellos, que no han trabajado lo suficiente, o no lo deseaban con toda su alma, o no son lo bastante buenos. A la vez, miran a su alrededor y se dan cuenta de que hay mucha gente que está ganando un buen sueldo sin haber terminado ni siquiera un bachiller -véanse en detalle algunos individuos de la clase política o en el ambiente de la televisión-, o personas de su misma edad que, sin saber hacer nada en concreto, están establecidos como “influencers” y pueden vivir de ello.
Los y las jóvenes ven que no los hemos preparado para el mundo como es y las reacciones son variadas: cinismo, depresiones, rabia, consumo de drogas, violencia... Muchos, y esa es de las reacciones más positivas, se retiran a mundos de fantasía a través de novelas, juegos y películas, donde las cosas aún se pueden resolver con magia, o empuñando una espada o un hacha de doble filo. Siempre he pensado que ese interés de las generaciones jóvenes por lo medievalizante y el fantasy viene de la impotencia que sienten en su vida cotidiana. Desean identificarse con personajes que toman su destino en la mano y se abren paso a golpe de espada o de varita mágica por un mundo hostil porque desean sentir que tienen algo de control sobre su vida, justo lo que les falta en su día a día.
Lo triste es que han olvidado que la única manera civilizada de tener control en nuestra sociedad es ejercer su derecho al voto, elegir partidos que tengan las mismas ilusiones que ellos, que deseen crear una sociedad como la que imaginan, que hagan leyes para que los atropellos no sean posibles. Pero, por desgracia, una de las reacciones más frecuentes es no ir a votar. También creen, quizá con algo de razón, que les hemos mentido al decir que la democracia sirve para algo.