Todas nuestras imágenes mentales, ideas, juicios y razonamientos son producto del pensamiento, una actividad cognitiva capaz de desencadenar emociones que, a su vez, tienen la fuerza necesaria para retroalimentarlo. Aquello que vemos, escuchamos, leemos, experimentamos… es interpretado en base al marco conceptual de conocimientos y creencias que vamos construyendo a lo largo de la vida. Este marco conceptual resulta determinante para nuestra forma de entender el mundo y actuar en él, lo que debería obligarnos a ponerlo continuamente a prueba, a dudar de él, a tomar distancia y tratar de reconstruirlo una y otra vez en base al conocimiento que la ciencia (naturales, sociales y humanidades) va poniendo a nuestra disposición.
Entre los conceptos que necesitan una revisión urgente se encuentran aquellos que nos dividen en los unos y los otros en virtud del lugar de nacimiento, color de piel, religión, costumbres o poder adquisitivo. Esta diferenciación está en la base de muchísimos de los problemas que nos siguen azotando, guerras, masacres y genocidios incluidos, pues de una forma más o menos velada encubre un principio de supremacismo que invita a que unos se arroguen derechos sobre otros en base a cosas tan peregrinas como la tonalidad de la piel o el haber nacido aquí, o allí, de pura casualidad.
La ciencia ha mostrado que, desde un punto de vista biológico, las razas humanas no existen. Todos somos individuos de la especie sapiens con una alta diversidad genética producto de milenios y milenios de mutaciones, adaptación, y mestizaje continuado, un mestizaje que se extiende hacia las brumas del pasado: hoy sabemos que los sapiens hibridaron satisfactoriamente con neandertales y también con denisovanos, tal y como atestigua el ADN de los humanos modernos.
Pese a ello, seguimos empecinados en hablar de negros, blancos y amarillos, algo que no tendría mayor problema si se tratase de una mera descripción aséptica de la tonalidad de la piel y no de un etiquetado que encubre estereotipos tan injustos como dañinos. No es de extrañar que la nominación de Kamala Harris, mestiza de madre hindú y padre jamaicano, haya despertado entusiasmo entre muchos progresistas hartos de la irritante segregación que sigue bien presente. Se subraya como una oportunidad inmejorable el hecho de que Kamala sea mujer y “racializada”, un término tal vez algo confuso que se introdujo, precisamente, para señalar que las (inexistentes) razas tan sólo son un peligroso constructo social que deberíamos erradicar sin tardanza.
Otro concepto al uso que empleamos para clasificarnos es la etnia, categoría bajo la que se agrupan personas que comparten una identidad colectiva sostenida por una cultura común que incluye la lengua, creencias, costumbres, tradiciones y expresiones artísticas, e incluso determinados rasgos físicos como la tonalidad de la piel. Cada etnia intenta trazar su historia y establecer su lugar en el mundo buscando su “patria”, su “nación”, unos conceptos que nacieron en el siglo XVII en oposición al orden feudal imperante que reflejan el atávico anhelo humano por encontrar un terruño donde echar raíces.
Al igual que ocurre con el constructo raza, si bajo la etiqueta etnia tan sólo subyaciese la descripción aséptica de una cultura compartida, y con el concepto nación nos limitásemos a designar límites geográficos dentro de los que se establece un marco común administrativo y legislativo (algo que formalmente está definido por el concepto estado-país), la convivencia sería mucho más sencilla, menos traumática. Pero no es el caso. Tras la etiqueta etnia también late la odiosa segregación producto de las aparentemente irrefrenables tendencias al supremacismo, al señalamiento, al estereotipado… y cuando se combina con el estado-país para alumbrar y reclamar la nación, envolviéndose en banderas de colores que se agitan como expresión del “orgullo patrio”, la tragedia comienza a masticarse. El siglo XX es en sí mismo una prueba irrefutable, una lección inundada en sangre de la que no parece que hayamos escarmentado.
Las migraciones han sido y son un actor fundamental para la comprensión de la historia, cuya narración trata de describir los hechos adecuándose lo más verazmente posible a la información de la que disponemos aunque a menudo adolezca de una terminología excesivamente belicosa.
Los distintos pueblos van siendo categorizados en conquistadores y conquistados, vencedores y vencidos, opresores y oprimidos, verdugos y víctimas… un enfoque buenos-malos que no ayuda a encarar el futuro con una mirada renovada capaz de romper el ciclo de violencia en el que estamos inmersos. No siempre se pone suficiente énfasis en comprender, evitando cualquier juicio, las fuerzas que han puesto en marcha los movimientos en sus contextos históricos, ni se incide lo suficiente en la huella indeleble que han dejado tras de sí todos los migrantes al enriquecer el acervo genético y cultural de cada lugar.
Yo también soy mestiza, aunque mi mestizaje no sea tan cercano en el tiempo como el de Kamala Harris pues tengo “8 apellidos andaluces”, puede que alguno más. No menos mestiza es la cultura andaluza en la que he crecido, como nos descubre su historia.
Andalucía, tierra de acogida donde se cruzan los caminos
El peñón de Gibraltar fue el refugio de los últimos neandertales que habitaron la Tierra, coincidiendo en el tiempo con la llegada a la península de los primeros sapiens a través de los Pirineos hace unos 45.000 años. La coexistencia entre ambas especies mantiene el debate abierto sobre si los neandertales, netamente europeos, fueron reemplazados o asimilados por aquellos otros humanos de piel oscura que habían llegado a Europa desde África por la vía levantina. Lo que sí está claro es que los neandertales, esos antepasados fornidos de piel clara y pelo cobrizo nunca llegaron a extinguirse por completo, pues dejaron su impronta genética en nuestro ADN.
En los últimos años nuestro conocimiento de la prehistoria ha sufrido una auténtica revolución gracias a la arqueo-genética, que se suma a la paleontología, la arqueología y la lingüística en el afán por descifrar el pasado. Una de las primeras sorpresas que nos ha deparado fue la publicación en 2014 del genoma de un cazador-recolector del mesolítico que vivió en La Braña, León, hace unos 7.000 años. Se trataba de un individuo de piel oscura, ojos azules e intolerante a la lactosa, una combinación que ha seguido encontrándose en el ADN de otros cazadores-recolectores del mesolítico en España, Hungría y Gran Bretaña.
El mapa genético de la península se enriqueció con una oleada de migrantes procedentes de Anatolia que se desplazaron por la costa mediterránea hasta alcanzar nuestras costas. De piel clara y ojos castaños, los migrantes trajeron consigo una nueva forma de vida: la agricultura y la ganadería. En la Sierra de Gádor, Almería, encontramos el yacimiento arqueológico de Los Millares, un asentamiento de la Edad del Cobre (3200-2200 a. C) que puede considerarse la primera ciudad de la península.
Hace unos 4.500 años una nueva oleada migrante volvía a sacudir el mapa genético de la península. Provenientes de la estepa póntica, su dominio del caballo les permitió imponerse con facilidad sobre las poblaciones locales dejando tras de sí un profundo efecto: reemplazar el linaje paterno local por el suyo. También trajeron consigo la modificación genética que nos hace tolerantes a la lactosa, y la terrible yersinia pestis. El impacto de estos pastores nómadas de las estepas, que tras avanzar por toda Europa se adentraron por Asia central hasta alcanzar el subcontinente indio, también fue de índole cultural, siendo de hecho la semilla de la extensa familia de lenguas de raíz indo-europea.
Avanzando por la Edad del Bronce descubrimos en el sureste de la península la fabulosa cultura argárica, una auténtica civilización compleja que muestra numerosas innovaciones arquitectónicas, sociales y técnicas que la convierten en la primera sociedad urbana del occidente mediterráneo.
Tras el declive de la cultura del Argar el testigo pasó a manos del fabuloso reino de Tartessos situado “más allá de las columnas de Hércules”, cuya capital aún no ha sido descubierta tal vez porque se encuentra bajo Doñana, en la actual desembocadura del Guadalquivir. Con independencia de que Tartessos pudiese haber sido una cultura local plenamente desarrollada (hay quien afirma que hasta pudo haber sido la legendaria Atlántida descrita por Platón), es indudable que el comercio continuado con fenicios y griegos supuso una revolución cultural en toda su área de influencia. El mestizaje nuevamente se muestra como un impulsor de cambios, un mestizaje del que también se enriquecieron las distintas culturas íberas que se desarrollaron por toda la costa este gracias al estrecho contacto comercial con cartagineses y griegos.
La victoria de los romanos en las guerras púnicas marcó un nuevo hito en la historia; por toda la península comenzaron a florecer flamantes ciudades con alcantarillado, calzadas, puentes, acueductos, anfiteatros y otras fabulosas infraestructuras de la mano del proceso de romanización que se desarrolló desde el siglo III a.e.c. prolongándose varios siglos, hasta la caída de Roma. Hispalis, la actual Sevilla, fue cuna de dos destacados emperadores romanos, Trajano y Adriano.
El vacío dejado tras de sí por los romanos fue pronto ocupado por una oleada migratoria de pueblos germánicos que inauguraron una nueva época, la de la Hispania Visigoda. Con no pocas vicisitudes los visigodos consiguieron unificar la península en un único reino tras siglos de luchas intestinas por el poder, que incluyen las del legendario Leovigildo con su hijo Hermenegildo, quien se había hecho fuerte en la capital de la bética rebelándose contra su padre.
A la muerte del rey Wizita en el año 710 vuelven las pugnas por el poder, siendo ganadas por un noble cordobés, Rodrigo, que morirá un año más tarde en la batalla de Guadalate. Se inicia el imparable y rápido avance por la península de un ejército musulmán que ha entrado en la península por el estrecho acompañado de familias árabes y bereberes, un avance que sólo puede explicarse por haber contado con la colaboración, más o menos activa, de una población hispanorromana que no tiene derecho a participar en el gobierno de los visigodos y está muy harta de las inestabilidades políticas, las hambrunas, y las epidemias. Los judíos, cuya situación bajo el dominio visigodo era más que lamentable, también fueron colaboradores activos de un cambio que se expande como la pólvora.
En 756 un príncipe omeya huido de Damasco, Abderrahman I, inicia un emirato en Córdoba en el que se sucederán 8 emires hasta que, en 929, Abderrahman III decida convertirlo en califato rompiendo definitivamente con Oriente. En la capital de al-Andalus corren tiempos culturalmente brillantes, como muestra la gran biblioteca califal que llegó a almacenar hasta 400.000 obras atrayendo a grandes científicos, poetas y filósofos de todo el orbe.
A principios del siglo XI comienza el declive del califato desgastado por una larga guerra civil, dejando tras de sí una miríada de reinos, los llamados reinos de taifas, que compiten con Córdoba y entre sí por el esplendor perdido abriendo una brecha que aprovechan los reinos cristianos que se han ido fortaleciendo en el norte. Su avance es contestado por nuevas dinastías llegadas del norte de África; Almorávides y almohades, con una visión mucho más rigorista del Islam, consiguen acabar con los reinos de taifas e instalan su capital en Sevilla. La dinastía nazarí, última en reinar en Granada, nos legará una joya arquitectónica de belleza sublime: la Alhambra. Estas dinastías no consiguen frenar el lento pero inexorable avance de los reinos cristianos, que culmina en 1492 con la derrota de Boabdil en Granada.
El mismo año en el que los judíos sefardíes eran expulsados de España tras la friolera de 15 siglos habitando estas tierras y los nazaríes se veían obligados a abandonar Granada, tres embarcaciones partían del puerto onubense de Palos de la Frontera iniciando una aventura que marcará un nuevo hito en la historia: el encuentro entre América y Europa. Los siglos posteriores serán testigos de un flujo continuado de personas que cruzan el Atlántico en ambos sentidos tratando de establecer un hogar en la otra orilla que les brinde nuevas oportunidades; un flujo que sigue vivo, que ha sido y es descrito con demasiada frecuencia en términos muy negativos olvidando que tras cada historia de encuentro y mestizaje prende la llama de la diversidad, la riqueza y la evolución.
El siglo XV contempló la salida de judíos y musulmanes, pero también la llegada de un pueblo nómada originario del subcontinente indio llamado a dejar una huella indeleble en esta tierra: los gitanos. A ellos debemos una aportación invaluable en la génesis del flamenco, una de las mayores joyas de la cultura andaluza que ha desbordado sus fronteras hasta ser declarado en 2010 patrimonio inmaterial de la humanidad. (A modo de anécdota, y a riesgo de que a alguno/a pudiera explotarle la cabeza, notamos que el grandísimo José Mercé –ver el link anterior–, gitano, tiene los ojos azules, la piel pálida y el pelo rubio como Abderrahman III, el gran califa cordobés hijo de madre vascona, y muchos de los colonos germanos que trajo Carlos III a Andalucía).
En la segunda mitad del siglo XVIII el tránsito de pasajeros y mercancías entre Madrid y Sevilla se había vuelto muy peligroso por los abundantes bandoleros que pululaban por la Sierra Morena y la campiña. Carlos III encargó a Pablo de Olavide establecer nuevas poblaciones a lo largo de la ruta, que fueron pobladas con miles de colonos venidos de Alemania y Flandes sumando un buen número de apellidos germanos a los apellidos andaluces de la zona. Desde 2003 La Carlota, uno de los pueblos fundados con colonos, celebra su mercado de colonos y fiesta de la cerveza para mantener viva la historia y poner en valor las tradiciones centroeuropeas que trajeron consigo los colonos.
Andalucía fue terriblemente castigada por el franquismo, los datos no dejan lugar a dudas. 50.000 andaluces tuvieron que exiliarse tras la derrota del bando republicano, éxodo al que se sumaron otros muchos miles a lo largo de la posguerra que huían del hambre, el abandono y la miseria. Unos buscaron trabajo en el norte de España, otros cruzaron los Pirineos o el Atlántico, algunos volvieron años más tarde, el resto echó raíces en sus lugares de acogida. Todos enriquecieron las tierras que les habían abierto los brazos.
Con la democracia Andalucía ha vivido una época de modernización y progreso que la han transformado de ser origen de migrantes a, nuevamente, tierra de acogida. Cada año muchos europeos se animan a jubilarse en las costas andaluzas en lo que es conocida como la “migración de retiro”, atraídos por el clima, la calidad de vida y el envidiable sentido del humor de sus gentes.
Al otro extremo de la fortuna se encuentran los africanos que tratan de establecerse entre nosotros para prosperar, llegando a jugarse la vida en las temibles aguas del estrecho. A estos migrantes debemos gran parte del mérito de unos de los grandes logros de los últimos tiempos: haber consolidado los invernaderos de Almería y los campos de Huelva como la “huerta de Europa”. La situación de estos jornaleros africanos que tanta riqueza generan roza, cuando no traspasa, la frontera de lo inhumano, recordándonos lo profundamente injusto que sigue siendo un mundo que llega al paroxismo del absurdo cuando osa segregar a las personas en “legales e ilegales”.
Para no quedarnos con mal sabor de boca, finalizamos este breve pero intenso recorrido histórico con otra anécdota; centenares de ciudadanos de todo el mundo se trasladaron a Sevilla para preparar los pabellones de la Expo92. No fueron uno ni dos, sino muchos los que cayeron hechizados por el embrujo de la capital bética y tras finalizar la expo decidieron quedarse, sumándose a los miles de andaluces con acento que colorean nuestras calles.
Una historia fascinante que no es singular
Por su localización geográfica, la riqueza de sus tierras y las bondades del clima Andalucía es un lugar donde numerosas gentes han fundado su hogar (en verano hace calor, sí, mucho, pero disponemos de grandes inventos como el abanico y el botijo para combatirlo ð). Neandertales, sapiens, agricultores de Anatolia, pastores de las estepas, fenicios, cartagineses, griegos, romanos, judíos, germanos, musulmanes, gitanos, americanos, africanos, europeos… todos ellos sin excepción han contribuido al acervo cultural de una tierra que es cruce de caminos, una tierra de mestizaje cuya historia, por más que resulte rica y fascinante, no es singular. Allí donde miremos descubrimos historias similares trufadas de encuentros, cada una con sus particularidades, sus ritmos y sus tiempos, haciendo del mestizaje un símbolo identitario de la humanidad además de palanca de su evolución. La marea incesante de personas que van y vienen ha sido una constante desde que surgió la humanidad, recordándonos que la vida es un fluir continuado tal y como señalaron Heráclito y su contemporáneo Siddartha Gautama hace 25 siglos. En el universo lo único que permanece inalterable es el hecho de que todo cambia.
Vernos a nosotros mismos como lo que somos, mestizos cuyo linaje es producto de una historia impulsada no sólo por el ingenio y el conocimiento sino, también, por las migraciones y la hibridación continuada es un sano ejercicio que ayuda a debilitar el marco mental actual que nos induce a compartimentar, comparar, categorizar y, eventualmente, segregar, abocándonos al enfrentamiento una y otra vez. La narración de la historia debería poner más foco en los aspectos positivos de las migraciones humanas que no han dejado de sucederse y, sin juzgarlas, en las fuerzas que las han impulsado.
La genética de cada cual es hija de mutaciones producto del azar que se han ido consolidando en el curso de la evolución, y también del mestizaje. Por su parte, cada cultura ha sido moldeada por la experiencia, el conocimiento y las innovaciones pero también por la síntesis de otras culturas que la han precedido en el tiempo. El mestizaje está presente en nuestro ADN genético y cultural dotándonos de una identidad extraordinariamente diversa, rica, y en continua evolución.