Es incuestionable que España está empezando a recuperarse de una manera asombrosa, creciendo nuestra economía como desde hacía tiempo que no lo hacía, pero, ¿quiénes están sacando provecho de esta espectacular bonanza?
A veces, alarma observar cómo hay tantas personas que se ilusionan cuando los políticos, a través de los medios de comunicación, anuncian lo mucho que sube el Producto Interior Bruto (PIB), por lo que ello significa de aumento de la riqueza en nuestro país (o región, según la perspectiva), entendiendo que tal situación conduce al tan celebrado Estado de Bienestar del que disfrutamos todos los que aquí vivimos.
Pero, tristemente, eso no deja de ser una quimera, pues la realidad es que en España existe una tremenda desigualdad que nos sitúa en los altísimos niveles de pobreza que actualmente padecemos, y que en febrero de este año reveló el Informe España 2017, presentado por la Comisión Europea, el cual advertía a nuestro país de que esos adversos niveles que mantenemos están entre los más elevados de la Unión Europea, emitiendo unos mensajes más que preocupantes, como es el que 13,1 millones de españoles (el 28 por ciento) estén en riesgo de exclusión social, y alrededor del 13 por ciento de los trabajadores de nuestro país, en riesgo de pobreza (unos 2,4 millones de los cerca de 19 millones que actualmente trabajan).
Hay otra circunstancia que todavía complica más esta situación, y es la incuestionable victoria que ya nadie discute de la revolución tecnológica, cuyas normas se imponen de manera despiadada sobre las actividades económicas, sin que se impulsen medidas con el fin de aprovecharlas y hacerlas útiles para la humanidad en su conjunto, en lugar de estar forjándose como el enemigo público número uno del empleo, siendo el financiero uno de los sectores en que más vivamente se está advirtiendo esa atroz fuerza, concretamente en bancos y cajas de ahorro, donde los puestos de trabajo y oficinas de atención al cliente desaparecen con increíble rapidez.
Sin duda, el primero de esos escenarios es el más grave, ya que a personas que puedan llevar 20 o 30 años en banca y cuenten entre 45 y 50 años, por ejemplo (y no digamos los que superen esa edad), les va a ser francamente difícil, por no decir imposible, encontrar otro puesto de trabajo, y menos aún si aspiran a uno compatible con su formación. Pero, tampoco nos podemos olvidar de esas personas mayores, ya jubiladas, para las que el uso de Internet es casi ciencia-ficción y, por supuesto, lo tienen aún peor esos otros, también mayores, que viven en determinados pueblos en los que ya ha desaparecido la última oficina de la que disponían, y tienen que desplazarse a otras localidades de mayor tamaño cuando necesitan hacer alguna operación bancaria, con las serias dificultades que ese traslado implica para ellos.
Pero de esto debemos sentirnos todos culpables en alguna medida, pues nunca hemos reparado en ello, o si en ocasiones lo hemos hecho, nos ha resultado más cómodo mirar para otro lado, y es que, al margen de nuestras gravísimas dificultades, todavía hay personas en el mundo que viven peores situaciones, como esos cerca de mil millones, de los siete mil que habitamos el planeta, que están pasando hambre desde hace ya mucho tiempo. Y entiendo mucho menos aún lo que supone que ocho personas posean la misma riqueza que la mitad más pobre del mundo (3.500 millones de seres humanos), según informó Oxfam International en el Foro de Davos celebrado el pasado mes de enero del presente año. ¿Hay de verdad algún derecho a ello? ¿Por qué está sucediendo?
¿Y cómo se puede entender que ocurra esto? Muy sencillo, porque desde que el mundo es mundo, han gobernado invariablemente los que disponían de poder. Y ahora, aunque se le haya dado la forma de democracia (los otros, los totalitarios, sufren igual, pues allí también gobiernan los poderosos), los países occidentales no han cambiado a ese respecto, y todos nos encontramos de lleno en semejante situación, y percibimos que seremos nosotros (y más aún nuestros descendientes) quienes sufriremos con mayor dureza las consecuencias de ese nada misterioso poder que todo lo domina, pues siguen mandando los mismos, esos que acumulan riqueza, que cuentan con los medios de producción y que deciden, a través de unos lobbys perfectamente aleccionados, qué leyes deben aplicarse, y cuáles no, siempre con la malsana intención de llenar cada vez más sus ya saturadas arcas.
Hay otra penosa realidad, y es el enorme endeudamiento de los países desarrollados, entre los que nos encontramos, que ha sido una de las principales causas de esta tremenda crisis que padecemos, debido en gran medida, en especial aquí, en nuestro país, a que en épocas de la burbuja inmobiliaria y financiera parecía lógico endeudarse, ya que el crédito era muy fácil de conseguir, sobre todo si era para adquirir una vivienda, pues éstas subían de precio constantemente, y las entidades financieras pensaban que si no la podíamos pagar, con desahuciarnos y sacarla a subasta se resolvía el problema, pues todavía ganarían más dinero con el nuevo precio de venta.
Por tanto, el supuesto crecimiento de la economía capitalista, y la nuestra lo es, no deja de ser una quimera, como señalo al principio de este artículo, ya que, a pesar de que surja un cierto periodo de progreso y las empresas mejoren sus resultados y, obviamente, contraten mayor número de trabajadores, éstos consumirán más y por tanto aumentarán sus gastos, con lo que se volverán a endeudar, y otra vez se iniciará un ciclo regresivo. Alguien dijo alguna vez (y la verdad, no recuerdo quién) que “una crisis suele llegar a su final cuando está empezando la siguiente”.
Si a todo esto le añadimos el tremendo deterioro que se está produciendo en nuestro planeta con la enorme y veloz explotación de recursos naturales, que provoca un indeseado, peligroso y rapidísimo cambio climático, con su consecuente daño sobre la riqueza energética y de los alimentos, así como sobre el agua, al poner en riesgo de desaparición las fuentes naturales de este preciado líquido, vemos que el mundo no marcha por el camino correcto.
Con sinceridad, me atormenta y me preocupa sobre manera el mundo que estamos creando y que, para nuestra desgracia, vamos a dejar en herencia a nuestros hijos, a los que ya les está resultando mucho más difícil que a nosotros mantener un nivel de vida medianamente digno, y no digamos nada de nuestros nietos, los ya nacidos y los que están por nacer en estos tiempos. A esos, si ahora no hacemos algo para tratar de remediarlo, sí que les va a resultar aterrador el mundo que se van a encontrar.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor.