Gregorio Ordóñez era un hombre locuaz, valiente, combativo y vehemente. No se callaba en los plenos del Ayuntamiento de San Sebastián para, mediante el uso de la palabra, criticar con fiereza a la izquierda abertzale en un momento en el que ETA te buscaba para desangrarte mientras tomabas unas tapas o un café en el casco viejo de San Sebastián. Es lo que ocurrió, ETA no le perdonó que no callara y un día le reventó la cabeza de un tiro mientras desayunaba. El ambiente en la sociedad vasca estaba tremendamente polarizado, con una parte muy importante a favor de la violencia política de ETA y otra parte que estaba interesada en acabar con esa parte de la política vasca que consideraba necesario terminar con el adversario matándolo a sangre fría. Gregorio Ordóñez pudo haber utilizado su papel en la política para ser menos combativo y ceder, como hicieron muchos otros, al miedo y la complacencia. La sociedad vasca hubiera evitado la violencia si personas como Gregorio Ordóñez hubieran rebajado la tensión y no hubieran promovido un ambiente tóxico bipolar que partió en dos Euskadi y causó mucho dolor.
Gregorio Ordóñez fue una víctima del terrorismo, pero también un actor político que promovió una polarización inasumible para la convivencia, que hizo que muchos de sus compañeros, que fueron menos combativos, acabaran asesinados. Es el caso de Miguel Ángel Blanco, concejal de Ermua, que sufrió las consecuencias de las diatribas encendidas de Gregorio Ordóñez contra la parte de la sociedad vasca que justificaba a ETA. El día que ataron a Miguel Ángel Blanco a un árbol la pistola sí funcionó y fue asesinado. Pero a Miguel Ángel Blanco lo que le mató fue la polarización política.
Entiendo que si tienen estómago les habrá costado llegar hasta aquí al leer. Es difícil terminar estos dos párrafos sin sentir asco. Lo comprendo. Esta es la dinámica retórica que hemos visto estos días tras el intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner, que al menos tuvo la suerte que no tuvo Miguel Ángel Blanco porque la pistola que la apuntó a la cabeza sí falló. La culpa, dicen, no fue del homicida fallido ni de una ideología criminal que considera que el adversario político tiene que ser eliminado. La culpa, dicen, no es de la intolerancia política ni del fanatismo. La culpa de que Fernández de Kirchner haya estado a punto de ser asesinada es de ella, por hacer política, por no dejarse matar. La culpa esta vez sí fue de la polarización política.
Hablar de polarización sitúa a la víctima en un ejercicio de corresponsabilidad por haber sido víctima de un intento de asesinato. Una retórica deshonesta y miserable que desvía el foco de los verdaderos responsables de que no sea posible hacer política sin miedo a que te quiten de en medio. La polarización política es un grave problema sobre el que no todos tienen la misma responsabilidad, pero es importante saber en qué momento plantear un debate al respecto. El único momento en el que es una mala idea, o una idea perversa e interesada si de verdad te preocupa esa polarización, es mencionarla cuando un terrorista de extrema derecha aprieta un gatillo contra la cara de la vicepresidenta de Argentina. No solo porque plantearse ese debate incide precisamente en una brecha de confianza entre los seguidores de la víctima y las instituciones que lo plantean sino porque es el camino más corto a la barbarie, tratar de forma similar a víctima y victimario. Nunca, jamás, a nadie se le hubiera ocurrido hablar de polarización política cuando ETA o ISIS cometieron cualquiera de sus atentados en sistemas democráticos. Pero tiene explicación, es la izquierda la que sufre violencia política. Todo vale.