Milei, el gran Chiripitifláutico

25 de junio de 2024 22:26 h

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Es muy difícil no juzgar a Milei por su aspecto. Siempre que lo veo, me acuerdo de los Chiripitifláuticos (cosas de boomer, adonde no alcanza la cultura, llega la biografía). La gente se acuerda más de Valentina, de Locomotoro...; pero a quien se parece Milei no es a ningún personaje de carne y hueso, sino a Leocadio, el león de trapo. El amo de Leocadio se llamaba Filetto, y representaba ser un antiguo romano con toga y con lira. El caso es que Milei y Leocadio llevan la melena del mismo modo, tienen la misma patética manera de hacer pasar por rebeldía lo que a todas luces es puro enmarañamiento. Hay algo de títere en Milei, que también estaba en aquel león.

Tal vez se ocultase un mensaje cristiano, una especie de resentimiento religioso, en la vinculación entre romanos y leones que se veía en el personaje de Filetto Capocómico. La cosa va más lejos. Roberto Mosca, el actor que interpretaba a Filetto, era argentino como Milei. Y, por su parte, Milei tiene asimismo algo de Capocómico si reparamos en las dos palabras que componen este apellido.

Ahora que lo pienso, todo nuestro futuro estaba profetizado en la vida y obra del actor Roberto Mosca. Pero, antes de ir más allá, hay que añadir que Roberto Mosca es un gran actor teatral, aún vive, tiene 82 años. Cuando llegó a España, era argentino; pero había nacido y pasado su primera infancia en Italia. Los españoles no creemos en Dios, se nos queda corto, somos antes esclavos, adoradores del Destino. Cada vez que hay una guerra civil, Dios y Destino acaban identificándose, amalgamados. Hay que ser muy facha, es decir, muy de la casa, para atreverse a esta herejía. Como en aquella Televisión Española vieron que Roberto Mosca tenía raíces italianas, le dieron un papel de romano. El destino siempre nos alcanza, lo dijo el distribuidor español de Soylent Green, la peli de ciencia ficción donde Edward G. Robinson muere para siempre.

Roberto Mosca salía asimismo en el concurso Un, dos, tres...; pero como más fama obtuvo fue con una versión que hicieron de este programa, para fomentar la lectura, y que se llamó Un, dos, tres..., a leer otra vez. Aquí tenía un personaje de bombero incendiario, en la llamada Brigada Fahrenheit 451. Ya estábamos en el siglo XXI, año 2004, pleno periodo de entreguerras, es decir, el que va desde los atentados del 11-S de 2001, y los siguientes, hasta que estalla la Gran Recesión de 2008. Esta última guerra aún no ha acabado. Muta y se extiende por todas partes. Está en los ejércitos, en el trabajo, en las instituciones...

A través de aquel bombero incendiario de Fahrenheit, implacable perseguidor de libros, el Destino se encarnaba de nuevo en Roberto Mosca para anunciarnos a los españoles la actual política cultural de Vox, de Milei, de Ayuso... Caben muchos más nombres, un sinfín, pues la extrema derecha también ha mutado. La ultraderecha ya no tiene un partido que la represente en exclusiva, no le basta y no lo necesita, campa a sus anchas por todas partes. Esa es la guerra. (Por cierto, aquel programa de fomento de la lectura fue un fracaso, otra profecía.)

En la calle lo llamábamos un puntazo; en la facultad, una visión, una iluminación... Me refiero a lo que fuera eso que presintió, que conmovió a Ray Bradbury cuando escribió su novela Fahrenheit 451 (Debolsillo, 2021). A esa revelación poética, a reparar en una imagen, a tomar de repente conciencia de la belleza, de la potencialidad de algo que siempre ha estado ahí, por ejemplo, que el papel se inflama y arde a una temperatura de 451 grados Fahrenheit (232,8 grados Celsius), el historiador del arte Kenneth Clark lo llamó un “momento de visión”. O quizá “el” momento de visión, depende de la importancia que se le dé aquí al Destino.

Kenneth Clark se hizo arrolladoramente popular por los documentales sobre arte que presentó en televisión. El más célebre fue la serie Civilisation: A personal view, emitida por la BBC, en 1969. Luego salió el libro, Civilización. Una visión personal (Alianza Editorial, 2013). Hubo una época en que a los medios de comunicación no les daba vergüenza hablar de cultura. Ahora, les tienen manía a los temas culturales. Los rebajan con chistes. Kenneth Clark pertenece a aquel tiempo en que podía salir por la tele una persona muy lista explicando cosas muy interesantes sin que nadie se sintiera ofendido. Clark desempeñó un papel relevante en el ámbito cultural británico e internacional. Durante la Segunda Guerra Mundial, siendo el director de la National Gallery, de Londres, le tocó salvaguardar las obras de este museo de los bombardeos nazis.

Sin embargo, hoy su punto de vista nos resulta eurocéntrico, y sentimos sinceramente la necesidad de salvaguardar a los museos de nosotros mismos. Pero esto da lugar a que se propague una tolerancia de postureo (la misma palabra tolerancia está impregnada de condescendencia e hipocresía), al tiempo que arrecia por todas partes la intolerancia hacia la libertad artística. Pero esa es otra guerra.

El momento de visión al que se refiere Kenneth Clark es la revelación misteriosa, poética, que lleva a las personas a estremecerse ante la percepción de cualquier detalle de la vida. A los artistas, les pasa mucho. Al igual que los científicos y los filósofos, su actividad se sustenta en la observación. Bueno, le sucede a todo el mundo; pero los artistas tienen arte para plasmarlo. “Leonardo da Vinci contemplaba los remolinos de agua con la misma intensidad casi hipnótica con la que Coleridge contemplaba el velado resplandor de la luna”, así lo explica Kenneth Clark en el libro Momentos de visión (Editorial Elba, 2017), que reúne varias conferencias y discursos de este maravilloso historiador del arte.

Antiguamente, había mucha gente capaz de captar las cosas mediante un momento de visión. No necesitaban gran información y, lo que es mejor, no la pedían. Les bastaba con dar un vistazo a alguien, para saber de qué palo iba. Lo viví con los amigos de mi padre. Me decía: ve a casa de tal, que quiere hablar contigo. Entonces entraba en su casa, el hombre me miraba de arriba abajo y murmuraba: así que eres tú, me alegro mucho de verte, ya te puedes ir. Y al regresar, mi padre me preguntaba: ¿qué te ha dicho? No sé, que ya me puedo ir. Y mi padre respondía: está bien. Y ahí terminaba todo. En lugares peligrosos, como las cárceles, este método de entendimiento sigue funcionando. Pero, en general, ahora se llevan más los test psicotécnicos, si es que aún se llaman de ese modo.

Ray Bradbury comprendió de esa manera que cada tatuaje contaba una historia a propósito de quien lo llevaba, que ya vivíamos en Marte y que, vayamos a donde vayamos, seremos en todas partes los marcianos de siempre. Y el momento de visión suscitado al enterarse de que el papel ardía a partir de 451 grados Fahrenheit le inspiró una novela icónica. Su relación con la escritura la dejó plasmada en el libro Zen en el arte de escribir (Minotauro, 2020). Este ensayo supura momentos de visión. Por ejemplo, dice que cada mañana, al levantarse, pisa una mina y el resto del día lo dedica a reconstruirse. En la política actual, pasa lo mismo, a cada minuto estalla una mina. La política, ahora, consiste en reconstruir la política, más que en construir cosas nuevas.

Me acuerdo de un momento de visión, es de cuando iba al colegio. Los charcos. En cierto modo, aquellos charcos eran como las migas de pan que iba dejando Pulgarcito por el bosque. Pero mi revelación no era esa, sino que estallaba al ver la lluvia golpeando contra el charco y contemplar las ondas que se formaban con las gotas. Así era cómo la lluvia se convertía en mi amiga. Es muy difícil sentirte solo cuando te has aliado con la naturaleza.

El arte nos habla de la relación de las personas con la vida, es el vínculo directo entre ambas. La política se ocupa de la relación de las personas con la realidad. Pero le ha pasado a la política como al arte: está en manos del mercado. El arte lucha desesperadamente por liberarse, es su condición, la la libertad. Por su parte, los políticos han pasado de hacer política para la gente a hacer política para los políticos. Han caído en la metaliteratura. De este modo, se abre una brecha por la que se cuelan los populistas, y le hablan a la gente en nombre de los políticos. Esta grieta se transforma enseguida en un agujero negro, que acaba engullendo a los políticos, a los populistas de todo tipo, uno tras otro, y, finalmente, a la sociedad al completo, de modo que el populismo se convierte en una informe masa devoradora, y ya no queda otra cosa en el mundo, ni nadie que controle esto. Por eso, Milei se parece antes a un títere de televisión que a un político. Y Ayuso es el populismo fagocitando al partido al que pertenece. (Nota: fagocitar no es tocar el fagot.)