La monarquía en su laberinto

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“La monarquía es la antítesis de mucho de lo que defendemos: democracia, libertad, recompensa a los logros más que herencia. Es una idea cuyo tiempo ha pasado. A menos, digamos, que permanezca popular. En una democracia, si el pueblo quiere mantener un monarca, debe tener la forma de conseguirlo. Sería mejor si esa popularidad fuera adecuadamente probada mediante referéndum, quizá en el momento de las sucesiones. Con esa vía, no habría dudas acerca de la 'voz' del pueblo”. 

Las líneas anteriores pertenecen a un célebre editorial que The Economist publicó en 1994, en medio del escándalo aquel del príncipe Carlos, Camila Parker y los támpax. La revista se declaraba partidaria de la supresión de la monarquía y consideraba, con fina ironía y pragmatismo, que “el único argumento poderoso contra la abolición es que no merece el problema [que causaría su desmantelamiento]”. Con el paso de los años The Economist ha suavizado su discurso sobre la Corona, pero nunca ha dejado de subrayar el difícil encaje intelectual que tiene en nuestro tiempo una institución que es “símbolo de aristocracia, honores feudales y deferencia sin fundamento”.

Si traigo a colación ese editorial es para resaltar la extraordinaria complejidad que reviste el debate sobre la institución monárquica. The Economist no es el brazo británico de Podemos. Es un semanario de vieja tradición liberal que defiende a capa y espada el capitalismo. Su rechazo a la monarquía se inscribe en el pensamiento esencial del liberalismo, que reprueba los títulos y dignidades obtenidos por herencia y no mediante el mérito personal o la voluntad popular. Una forma de ver las cosas muy distinta, por cierto, al de dos conspicuos personajes que se proclaman las abanderadas del liberalismo ibérico mientras llevan a gala sus títulos de marquesa y condesa consorte.

En España, al igual que en Reino Unido, los partidarios más acérrimos de la Corona han intentado instalar la idea de que los antimonárquicos son una caterva de rojos peligrosos que pretende derribar el modelo de Estado. En parte, es cierto, aunque cada cual elige sus palabras para decir las cosas: hay, en efecto, una izquierda beligerante contra la monarquía que quisiera ver cuanto antes la instauración de la República. Ahora bien, su posición, en la que se entremezclan elementos racionales y emocionales, no solo es lícita mientras se mantenga en los cauces constitucionales, como ha ocurrido hasta ahora; también es comprensible, sobre todo si se considera lo que ha sido la dinastía borbónica en tiempos recientes: la descomposición del régimen de Isabel II, el apoyo de Alfonso XIII a la dictadura de Primo de Rivera, la corrupción de Juan Carlos I. Los dos primeros tuvieron que dejar a las carreras el trono, abandonados incluso por sus aduladores de cabecera. El clamor contra el bisabuelo del hoy rey Felipe VI fue de tal calibre que un intelectual nada sospechoso de bolchevique, el filósofo Ortega y Gasset, sentenció en un artículo publicado en El Sol meses antes del advenimiento de la II República: 'Delenda est monarchia' (Hay que destruir la monarquía), parafraseando el grito de guerra de Catón el Viejo contra Cartago.

Pero, en contra de lo que pretende el discurso oficial, los antimonárquicos son más que una turba de rojos exaltados. En España hay muchos ciudadanos de distintas sensibilidades ideológicas que, al igual que The Economist, consideran anacrónica e insostenible la figura de la Corona, sin que por ello sientan un interés apremiante por su abolición. Incluso ven posible convivir con ella –o “sobrellevarla”, como sugería Ortega que se hiciera con el 'problema catalán'-, al menos mientras no se convierta en un incordio que les haga cambiar de parecer. 

No sabemos hoy cuántos suman en total los antimonárquicos, entre otras cosas porque el CIS suprimió hace cinco años la pregunta que el barómetro solía incluir sobre la Corona. Y ninguno de los dos reyes de la nueva etapa democrática se ha sometido a consulta popular, a diferencia de lo que hizo en 1905 el príncipe danés Carlos, quien, cuando se le ofreció ser el primer rey de Noruega tras su separación de Suecia, respondió que solo aceptaría si se celebraba previamente un plebiscito que lo legitimara: ganó la monarquía con el 79% de apoyos y Carlos se convirtió en rey con el nombre de Haakon VII. En España, para qué seguir con el engaño, la monarquía no se ha sometido en ningún momento a votación popular: lo que se votó en el referéndum de 1978 fue una Constitución que llevaba ya ‘empotrada’ la monarquía, que es muy distinto, por mucho que Pablo Casado, en una acrobacia delirante de tergiversación de la realidad, salga con que los españoles votaron a Felipe VI y no a Pablo Iglesias y Alberto Garzón.

Por supuesto que hay también muchos defensores de la monarquía, cuyos argumentos no pueden desecharse a la ligera, aunque no se compartan. Para ellos, la Corona representa una línea de continuidad histórica, una garantía de unidad por encima de las veleidades políticas, un símbolo de estabilidad en un mundo lleno de incertidumbre. Sin embargo, se equivocaría Felipe VI si creyera que solo con esos apoyos, y sin intentar ganarse el aprecio, o al menos la contención, de la otra parte, podrá preservar la institución que hoy encabeza. Menos aun si en esa estrategia se entreveran intereses políticos o ideológicos. Su llamada del viernes pasado al presidente del Consejo General del Poder Judicial, lamentando su inasistencia a un acto en Barcelona, fue en ese sentido un error garrafal. El gesto dio pie a que se interpretara no solo como una ofensa a la potestad constitucional del Gobierno para definir la agenda real, sino como un guiño a una derecha política y judicial que en este momento tiene ilegalmente frenada la renovación del CGPJ para impedir que la izquierda llene las vacantes. El grito desafiante de “¡Viva el rey!” que lanzó un magistrado presente en el acto contribuyó a reforzar esa percepción. Lo que se esperaría más bien del rey es que utilizara las facultades de moderador y árbitro del funcionamiento de las instituciones que le confiere la Constitución para intentar convencer al PP de que desbloquee la renovación del poder judicial y, al CGPJ, que se abstenga de llenar por vías ilegítimas las vacantes.

Felipe VI no debería fiarse demasiado de algunos que hoy se presentan como sus más fervientes defensores y que pretenden utilizarlo, como a la bandera y otros símbolos, de ariete para derribar a un Gobierno legítimo. Debería preguntarse, entre otras cosas, cómo es que ciertos nostálgicos del franquismo se presenten al mismo tiempo como fervorosos monárquicos, cuando Franco mantuvo a la monarquía en dique seco durante casi 40 años -en lo que constituye el periodo más largo sin rey en la historia reciente de España- e incluso se permitió romper la línea sucesoria de los borbones. Bueno, seguro dirán que la ardua tarea de contener a los rojos y preparar a España para la democracia le tomó al Generalísimo más tiempo de lo previsto. Pero nada se pierde con preguntar.