Como ya estamos en verano, hoy les propongo un paseo en bicicleta, para oxigenarnos de tanta actualidad tóxica. Es un paseo largo, así que traigan provisiones.
Uno de mis sitios favoritos para montar en Madrid es el Monte de El Pardo. O para ser más exactos, su exterior, pues el 95% de su superficie está cerrada por tapias y alambradas, prohibido su acceso. De modo que los ciclistas damos vueltas siguiendo el perímetro, y apenas vemos un poco de su interior por las pocas puertas que permiten asomarse. Solo asomarse.
Todo el que pasa por allí piensa lo mismo: quién pudiera entrar, aunque sea solo una vez. Pero el Monte del Pardo es uno de los espacios más inaccesibles de España. En sus 15.000 hectáreas solo entra el personal que lo vigila y lo conserva, algunos investigadores por su valor biológico, y nadie más. Bueno, también una familia. Y sus amistades. Pero no me hagan hablar ahora de esa familia, que quiero dar un agradable paseo en bicicleta.
Como decía, el Monte de El Pardo es uno de los lugares más cerrados de España. Al ser parte del término municipal de Madrid, resulta que más de un 25% del territorio de la capital está cerrado, prohibido el acceso. Siempre me han dicho que el motivo es conservacionista: la única manera de mantener intacto un espacio tan singular, de tanto valor ecológico, y fundamental para que los madrileños respiremos.
Mientras pedaleo, me da por pensar en otros espacios naturales que tienen tanto o más valor que El Pardo, y sin embargo no están cerrados. En algunos casos están abiertos, aunque sometidos a normas restrictivas, como los Parques Nacionales. En otros, cerrado pero visitable en pequeños grupos y previa cita, como el Hayedo de Montejo. Pero El Pardo no, en su caso permanece blindado, como no lo está ningún otro espacio natural.
Ni se me pasa por la cabeza reclamar la apertura de El Pardo. No discuto su valor natural, y no tienen que convencerme de cómo quedaría si los domingueros lo pudiésemos visitar sin restricción los fines de semana.
Pero al pasar por otra de las puertas de la tapia, me acuerdo de nuevo de esa familia, la que sí puede entrar y hacer uso del monte. De hecho, viven en su interior: su residencia oficial está dentro, lo que convierte al Monte de El Pardo en el patio de su casa, para su uso y disfrute. Y por lo visto lo usan, y lo disfrutan.
Cómo lo usan y lo disfrutan, no lo sabemos. Y será que ya llevo mucho rato pedaleando y me pesan las cuestas, pero empiezo a cabrearme. ¿Qué es eso de que el Monte de El Pardo sea el jardín particular del rey y su familia? Y de sus amistades.
Pese a su enorme valor natural, El Pardo no depende del Ministerio de Agricultura y Medio Ambiente, no lo controla la autoridad de los Parques Nacionales. Pertenece a Patrimonio Nacional, entidad que administra los bienes “de titularidad del Estado afectados al uso y servicio del Rey y de los miembros de la Real Familia para el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes les atribuyen”.
Ah, bueno, pienso más relajado, aprovechando una cuesta abajo: son bienes del Estado, es decir, de todos los españoles. Y son para uso del rey, pero para que ejerza sus funciones representativas como rey. Vale, no estamos hablando de su coto privado.
¿O sí? Una nueva cuesta arriba se me atraganta, y entonces me acuerdo de un episodio reciente que dice mucho de qué significa “afectados al uso y servicio del Rey”. El caso de Corinna, ¿la recuerdan? La amante del rey (perdón, la “amiga íntima”). Resulta que Juan Carlos, como hacían antes los señores con las queridas, decidió ponerle piso a su chica. Y para tenerla cerca, dónde mejor que en El Monte de El Pardo. Aprovechó una casa ya existente, conocida como La Angorrilla, y la acondicionó para que viviera Corinna. Las obras y decoración de la casa, que imagino nada baratas, las pagamos nosotros, sobra decirlo. Y la casa no crean que está pegada a la tapia, sino en mitad del Monte, junto al embalse. Comunicada por una carretera directa con la Zarzuela, para facilitar las visitas amorosas.
De modo que Corinna se pasó cinco años (repito: cinco años) viviendo a nuestra costa, dentro de un sitio inaccesible para cualquiera, y a cuerpo de reina, nunca mejor dicho. Ah, y protegida por el CNI. Y dedicada a sus negocios, no sabemos cuáles. Según se publicó por ahí, se trajo también a su hijo, y el muchacho tenía afición a montar en quad: esas motos de cuatro ruedas que sirven para pegar saltos por el campo. ¿Por dónde creen que hacía el cabra con su motito el niño? Pues por el Monte de El Pardo, el mismo monte hiperprotegido y delicadísimo donde ni los guardas usan coche.
Todo esto son rumores. Cosas que se oyen. Como quien pedalea por fuera de la tapia y oye el motor del quad al otro lado. No sabemos hasta dónde es cierto, porque el gobierno se niega a informar, pese a las preguntas parlamentarias de Izquierda Unida. Una y otra vez recuerdan que, como es patrimonio nacional, es asunto del rey y su familia, y no hay más que contar. No exagero, escuchen a la vicepresidenta: “El Gobierno no tiene datos ni tiene por qué tenerlos, porque es lógico al ser de uso de la Jefatura del Estado”. Toma transparencia.
Esperen, que paro un momento, bebo agua y recupero la respiración. Me detengo en una de las entradas, y veo un cartel que dice “Coto de caza nº1”. Ah, lo había olvidado. El Monte de El Pardo es también un coto de caza. Ha sido durante siglos el cazadero privado de los reyes de España, donde abatían sus piezas favoritas. Por eso lo cerraron en su día, para que no se escaparan los animales y no entrasen cazadores furtivos. El coto lo disfrutó bien el dictador Franco: famosas fueron sus cacerías (no se pierdan este Nodo), a las que invitaba a su corte particular, y donde se cerraban buenos negocios, a lo Berlanga.
Hoy en El Pardo no se puede cazar, pero de hecho se caza. Para controlar el equilibrio de las especies, dicen. Miles de piezas abatidas cada año, no sabemos por quién: si son los propios guardas, si es el rey, cuya afición a la caza es bien conocida, o sus amistades a las que puede invitar a cazar en el selecto Monte, sin que nos enteremos, porque es patrimonio nacional y son asuntos suyos.
Tanto le gusta cazar, que pidió que le pagásemos un pabellón de caza dentro del recinto. Una construcción donde conservar sus muchos trofeos (elefantes, osos, ciervos…). Y por supuesto, estábamos dispuestos a pagárselo, dando por hecho que sería “para el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes les atribuyen”. Tres millones y medio de euros.
Voy ya justo de fuerzas con la bici, así que disculpen si desvarío: ¿por qué está cerrado el Monte de El Pardo, como no lo está ningún otro espacio en España? ¿Para conservar su riqueza natural? ¿Solo por eso? ¿O para que el jefe del Estado pueda disponer del recinto a su gusto? De hecho, la ley de 1997, que regula su protección ambiental, empieza recordando que el “objetivo principal” del Monte es quedar afecto al rey, y a ese objetivo “debe subordinarse cualquier uso o actividad que pretenda realizarse”. De modo que las medidas de protección ambiental solo se harán “en la medida en que son compatibles” con esa afección.
Así que al llegar a casa, agotado de la ruta, pienso que la monarquía española encuentra su más perfecta metáfora en El Monte de El Pardo: un lugar cerrado, tapiado y alambrado, cuyo interior ni siquiera adivinamos, donde solo es posible ver la rápida entrada y salida de coches y comitivas oficiales, donde de vez en cuando se oye un disparo o el motor de un quad.
Así ha sido durante demasiados años esta monarquía: un coto privado, un espacio blindado en cuyo interior el rey hacía y deshacía a su aire. Así ha sido hasta que él mismo incendió el monte con sus imprudencias, y hemos visto el humo desde fuera, nos hemos escandalizado, hemos exigido saber más.
Esa es la mejor imagen del rey español: un monarca que vive en un palacio lejos de nuestra mirada, dentro de un gran coto de caza para su disfrute, donde puede alojar a su amante en una casita perdida en el monte. Todo muy medieval. Será el cansancio, pero me siento más que súbdito. Vasallo.
No me gusta ninguna monarquía, pero pienso en otros reyes europeos cuyas residencias oficiales están en el centro de la ciudad, donde cualquiera puede ver quién entra y sale de palacio. En cambio la monarquía española mantiene su residencia lejos de los ciudadanos, tras la tapia, en medio del monte inaccesible, donde un yerno delincuente puede reunirse con sus compinches con toda tranquilidad.
Una inaccesibilidad y secretismo que no han desaparecido con el nuevo rey, que sigue viviendo allí, y ya veremos hasta dónde es “renovador”. Es verdad que en los últimos años la tapia se ha agrietado, y vemos algo más del interior. Pero la operación sucesoria ha supuesto una capa de cemento institucional en las zonas más descompuestas de la tapia, y los principales medios de comunicación han vuelto a levantar la alambrada.
Hasta aquí llega el paseo en bicicleta. Agotador, sí.
(Aprovecho para contarles que voy a estar unos meses sin aparecer por aquí, por decisión propia. Nos volveremos a ver pronto, espero. Gracias.)