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El motín que no fue

26 de diciembre de 2021 21:47 h

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Se anunciaba el acuerdo para la reforma laboral justo cuando andaban ya la derecha política y mediática, más esa parte de la izquierda que no sabe resistirse a una buena ración de populismo barato, fantaseando con una versión 2.0 del motín de Esquilache a cuenta del retorno de la obligatoriedad en exteriores de la mascarilla. En tertulias y dúplex en directo con líderes de la resistencia se soñaba ya con las masas alzándose, tijeras y cutters en mano, contra la tiranía del gobierno rojosatánico. Casi se podía ver a Pedro Sánchez desfilando en cueros por la Gran Vía, martirizado con una de esas K95 que te tiran de las orejas hasta casi sangrar, mientras la multitud le gritaba “Shame, Shame, Shame” a lo Cersei Lannister. Qué poco dura la alegría en la casa del antisanchista. No es justo.

Ya fue duro que no estallara el anunciado motín y, mientras los héroes de la resistencia en Twitter les llamaban siervos, lacayos o hijos del Franquismo, la gran mayoría de españoles y españolas se pusieron la mascarilla con la misma disciplina que acudimos a vacunarnos las veces que haga falta porque sabemos que llevar casi dos años en una pandemia no te hace virólogo ni epidemiólogo. Que además la patronal y los sindicatos se rindieran al mal que representa este Gobierno se hizo tan insoportable que la única respuesta fue la depresión generalizada entre quienes apenas unas horas antes llamaban a tomar las calles quemando tapabocas.

El argumento favorito de Pablo Casado, eso que tanto repite sobre que tenemos el gobierno más radical de nuestra historia, desaguado de golpe por el retrete de la gran enciclopedia universal del cuñadismo. Curioso radicalismo este capaz de pactar una reforma laboral con sindicatos y patronal a la vez, con el plus añadido de colocar literalmente en contra a los aliados y socios más aterradores y maléficos, los demonios favoritos de la derecha española: nacionalistas, comunistas y republicanos. A la derechita cobarde y a la otra les ha pasado con la patronal como a la Iglesia española con el Vaticano y sus investigaciones sobre abusos, que los han dejado en evidencia y eso siempre atormenta.   

El Ejecutivo tiene el acuerdo que buscaba y necesitaba en Europa. Los sindicatos recuperan el peso que les garantiza ser relevantes en la negociación colectiva. La patronal consigue que no se toquen lo único que realmente le importaba: su capacidad para ajustar salarios y despedir lo más barato posible; alguien tiene que decirlo de una vez: tenemos la patronal más marxista de la OCDE, la única que cree realmente que la plusvalía se extrae únicamente de los salarios de los trabajadores. 

Lo que está reforma laboral traiga para los propios trabajadores lo veremos con el tiempo. Las dos últimas reformas, dictadas sin consenso, han dejado tras de sí un rastro terrible de devaluación salarial, desgaste de las rentas del trabajo y debilitamiento de la capacidad para negociar colectivamente derechos que la negociación individual lleva a perder irremediablemente. La vuelta de la ultraactividad, recuperar la prioridad del convenio sectorial o limitar la subcontratación son buenas noticias. Que apenas se toquen los mecanismos que han consolidado los salarios y los despidos como única vía de respuesta ante las crisis, si no media intervención pública, supone una pésima noticia. De momento, lo único cierto es que el verbo “derogar” ya nunca volverá a significar lo mismo.