Al contrario de lo que acostumbra a sucederles, por ejemplo, a catalanes o sevillanos o los nacidos en Bilbao, yo nunca me acuerdo de dónde procedo. Nunca digo cosas como “Los de Zaragoza tal” o “Los aragoneses cual”, y la verdad es que conozco a bien poca gente de allí que lo haga.
Solo cuando alguno me toca mucho la pera presumiendo de los frutos de su tierra, recito de corrido: Goya, Buñuel, Saura. Y a veces añado Sender, María Moliner.
Entonces oigo rugir a las bestias. Mis bestias braman como los dioses, como solo rugen los grandes, los iconoclastas, los locos del genio, los seres únicos. No suelo hablar de mi tierra ni de ninguna tierra, será que no lo necesito, pero esta vez me lo voy a permitir, en homenaje a un amigo queridísimo.
Mi tierra da bestias. Como otras tierras dan músicos exquisitos o conquistadores o caudillos o mártires, la mía de vez en cuando pare un genio. No es algo que suceda cada generación, un respeto, que estoy hablando de bestias enormes. Y también sucede a veces que del parto sale un puto, como en el caso de Escrivá de Balaguer, pero son también putos a lo bestia.
Fíjense, cojan solo a Goya y a Buñuel, quizás los mayores, y hay algo ahí en común, ese aliento que anima a los seres extraordinarios, aquellos rarísimos humanos en los que el genio es de tal envergadura que baila con algo que los normales llamaríamos locura, monstruos maravillosos en los que casi ni osamos mirarnos.
Ha muerto Javier Tomeo.
Permítanme de nuevo nombrar: Goya, Buñuel, Saura, Sender, Moliner, Tomeo.
Javier Tomeo es un grande, un monstruo del genio, una de esas bestias rutilantes que mi tierra pare cuando el mundo necesita una voz que lo saque de la mediocridad. Ha muerto mi querido monstruo atronador, excesivo, universal, inabarcable.
Otros escriben, Tomeo nos crece. Háganse un favor: Lean a Javier Tomeo y siéntanse crecer, ensancharse, sientan el temblor, léanlo y gocen el asombro de lo extraordinario.