Durante mi infancia y adolescencia, ser española para mí era algo inspiracional, como quien quiere ser Rosalía. Era algo que quería pero a lo que no llegaba, siempre había algo más, no era pronunciar la r, no era saber sobre cultura española, no era saberse las canciones de Estopa o tener Reyes Magos. Y es que ni el fenotipo ni el origen familiar se pueden borrar. Siempre era “la china” del grupo, la exótica, siempre era “la otra”.
Ahora, con el tiempo, la terapia y la distancia, veo que no es que quisiera ser española blanca. Como todo adolescente, quería pertenecer, quería ser como los demás que conformaban lo que yo creía que era mi grupo.
De pequeña (hasta los 5 años o así) recuerdo que me identificaba con mi nombre chino, hasta que la vecina del bar de al lado (bienintencionada y amorosamente) decidió cambiarme el nombre, le pareció que tenía que llamarme como ella: Margarita. Para mis padres, su nombre español era algo meramente transaccional “para que los españoles sepan cómo llamarnos”. Para mí en aquel entonces, era una legitimación de mi españolidad, a que era de aquí, a que no tenían que seguir llamándome “chinita chinita”. Estando en terapia, mi psicóloga exclamó enfadada: Esa mujer te borró la identidad. Y es que ni mi niñera española me cambió el nombre, pero la vecina sí lo hizo. ¿Os imagináis un adulto extraño cambiando el nombre de vuestros hijos e hijas? (o entrometiéndose en vuestra práctica religiosa o falta de ella, como por ejemplo, regalando juguetes en Reyes Magos cuando en su casa no se celebra).
En la adultez, mi relación con mis partes culturales está ya equilibrada. De hecho, el exnombre español está muerto, no me identifico nada con él. Con lo que no he hecho las paces es con el problema que tiene España con que yo sea china (que da para otro artículo).
Antes de las últimas elecciones, recuerdo estar muy enfadada con mi españolidad. Ser parte de una nación donde estaba en auge la extrema derecha, me hacía desapegarme de la pertenencia a ese país. Dejando mi nacionalidad –como el nombre español de mis padres– como algo puramente transaccional que me permite trabajar y existir sin tener miedo de salir a la calle y que me deporten.
Pero, más allá de la identidad, ¿qué es España como concepto? ¿Nos gusta ser españoles? Sospecho que como a los españoles blancos nunca se les ha negado la identidad española, no se han parado a pensar mucho sobre ello.
España es un territorio soberano de la Unión Europea con 47 millones de habitantes.
España, para mis padres, era el sueño europeo, una oportunidad para vivir mejor, de escapar de la pobreza en la que entonces vivían en una zona rural de China.
España para algunos países es un estado colonizador.
España para algunos es un sueño, y para otras, una pesadilla.
¿Para ti qué es España?
Hace poco llegué a la conclusión de que España para mí es el conjunto de experiencias que me arraigan (pero no mucho) aquí. Para mí, España es el sueño de mis padres, los recuerdos del colegio al que fui, la ciudad donde me enamoré, las personas que caminan conmigo en mi vida, es mi presente. Pero quizás no sea mi futuro. El desapego es lo que hace: te vuelve más flexible a la hora de aceptar la idea de que quizás te tengas que ir. Y es que vivir en España siendo una persona racializada con conciencia antirracista es agotador.
En una conversación con unos amigos que migraron a Suiza, me contaron algo muy interesante:
–Dicen que criticar un país es la mayor forma de amor que existe.
–¿Por qué? –pregunté–. Criticar a las amigas, por ejemplo, está mal visto, aunque lo hagamos todas.
–Porque demuestra que no te conformas, que quieres que mejore.
Si tomamos esta premisa como cierta, España tiene unas, unos y unes habitantes que la aman muchísimo.