Siempre se puede ir a más, en lo positivo y en lo negativo. Para el segundo caso, el ingenio humano ha dado lugar a la chispeante “ley de Murphy”: todo lo que puede empeorar, empeora. Parece que en la realidad política española hay quienes, más allá del tono jocoso con que se alude a tan socorrida “teorización”, pretenden darle cumplida confirmación como si de rigurosa ley de sociología política se tratara.
Quienes se mueven en el mundo del teatro saben perfectamente que para que una obra salga a la perfección, todos los actores han de estar metidos en su papel y entusiasmados por llevarlo a las tablas con la máxima excelencia. Una tragedia en regla, por ejemplo, para tener éxito requiere que cada uno de los que salgan a escena se identifique gozoso con su papel. Tal aparente paradoja es una necesidad. Sólo así se podrá representar ante el público esa necesidad de imposible cumplimiento que supone lo trágico. Pero ese paradójico gozo por un papel trágico no es, sin embargo, lo que debe darse en la representación política que acompaña a la vida democrática. Ésta, aun teniendo componentes teatrales, se adentraría en peligrosa confusión si la satisfacción de cada cual con su papel no contemplara que la dramatización llevada a cabo entre todos puede bloquearse en un punto en el que lo necesario sea en verdad, y sin nada de ficción, imposible.
En las dinámicas políticas de Cataluña nos encontramos precisamente con situaciones como la apuntada. Los protagonistas políticos se autoperciben muy ufanos en su papel, hipertrofiando la parte del guión que les corresponde. La cuestión es si la representación de cada cual redundará en potenciar la deriva conducente a hacer imposible lo necesario. Sucederá en tal caso que la vida política en Cataluña entrará en trance difícil, extensible por lo demás a la realidad política española. La mencionada manera de consumar la representación política, con sobredosis de histrionismo en algunos casos, llevará a que el pronóstico que pueda hacerse según el chascarrillo de la “ley de Murphy” se vea cumplido: lo que puede empeorar, empeora.
El empeoramiento que pueda temerse no será debido, meramente, a que ante las próximas elecciones autonómicas –y, después, generales– se presenten distintas propuestas por las diferentes formaciones políticas. Eso es lo que comporta el pluralismo político y de ninguna manera hay que lamentarlo. El que las cosas vayan a peor puede darse, en todo caso, por algo previo a los programas mismos. Se trata del marco de referencia desde el que en cada caso se elaboran, en cuyo delineamiento intervienen actitudes e intereses que para ello son determinantes. Es en relación a eso previo que puede observarse por las múltiples bandas de esa realidad política un sorprendente denominador común. Éste se cifra en una transversal negativa a comprender que afecta, más allá de las formalidades de la democracia, a la misma convivencia democrática.
La democracia implica confrontación desde posiciones diversas, conflicto innegable, pero de tal manera que ciertos acuerdos básicos han de permitir la canalización del mismo. Eso requiere compartir cierta voluntad de entendimiento, al menos comprendiendo qué dice el adversario, aunque no se comparta. Si no es así, se echa a perder el componente dialógico que toda democracia ha de poner en juego.
Lo que en las actuales circunstancias puede apreciar cualquier observador, interno o externo, de la dinámica política catalana es el peso de esa negativa a comprender desde cualquier posición respecto a las demás. La derecha españolista se cierra en banda a comprender por qué en Cataluña ha adquirido la fuerza que ahora tiene un soberanismo independentista que ha desbordado el nacionalismo catalanista que por décadas tuvo tan relevante papel. Por parte de esos sectores soberanistas, ya políticamente aglutinados en torno a la candidatura unitaria promovida por CDC y ERC, se echa en falta más voluntad para entender a esa otra parte de la sociedad que no comparte cómo desde el independentismo se plantea la expresión política de la identidad catalana. En otros casos, las pretensiones de equilibrio entre esos polos acaban echando el ancla en supuestas posiciones intermedias sostenidas a partir de la descalificación de quienes se sitúan bajo otros parámetros. El campo socialista, por ejemplo, se autodelimita en la tan mentada “centralidad”, pero dejándose atrapar también en su correspondiente negativa a comprender, de forma que se restan posibilidades de cara al diálogo que tan imprescindible aparece para el futuro de Cataluña y, desde ella, del Estado español. Salta a la vista, pues, que ante tanta negativa a comprender hace falta, aun en puertas de campaña electoral, un intensivo aprendizaje del arte de escuchar.