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Del neoliberalismo al neofeudalismo

Mario Draghi en una imagen de archivo.

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El fantasma que recorre Europa desde hace al menos una década es el de la frustración, canalizada actualmente por el vector de la extrema derecha y convertida políticamente en odio. Las fuerzas reaccionarias llevan años avanzando en muchos países europeos, y es muy probable que durante las próximas semanas asistamos a una nueva demostración de fuerza en las elecciones legislativas francesas.

Los reaccionarios han trabajado en la construcción de nuevos consensos mucho más que en la coerción, aunque no hayan renunciado a esta última en absoluto, especialmente cuando llegan al poder, como demuestra el caso de Argentina. Su influencia se manifiesta en la penetración de todas las esferas del Estado, desde la judicatura hasta las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, pasando naturalmente por las grandes empresas y por los altos funcionarios. Han ido colonizando diferentes grupos sociales ayudados por la gran acumulación de instrumentos de comunicación, una generosa financiación y una estrategia política dirigida a gestionar la gran ola de frustración y rabia generada por el fracaso neoliberal. 

El proyecto teórico neoliberal, tal y como fue planteado por Hayek o Friedman, se fundamentaba en desvincular al demos (la parte más pobre según la acepción original; todo el sujeto ciudadano en su acepción actualizada) de los asuntos políticos. La propia construcción de la Unión Europea se elevó sobre la tesis ordoliberal -la corriente neoliberal germánica- según la cual había que escindir del ámbito de la decisión democrática ciertos asuntos económicos que, por su naturaleza, debían estar reservados a los expertos. Tecnocracia, en suma. 

La gestión de los Bancos Centrales es el paradigma de ese planteamiento, según el cual un ámbito tan importante como la política monetaria debía estar sustraído de los debates públicos. Eso ha supuesto en la práctica que economistas conservadores hayan pilotado la política monetaria en contra de la opinión de los gobiernos y, por ende, del resultado electoral. Ejemplos recientes incluyen el Banco Central de Brasil, que continúa la lucha reaccionaria contra el gobierno de Lula mediante tasas de interés artificialmente altas, o el Banco Central Europeo, que durante una década manifestó una obsesión insana por el llamado ajuste económico neoliberal. 

El neoliberalismo ha sido descrito acertadamente como un proyecto cínico en el que se privatizaban las ganancias mientras se socializaban las pérdidas, evidente en la respuesta gubernamental a la crisis financiera. Sin embargo, se ha prestado bastante menos atención a la política monetaria. En 2013 Mario Draghi, entonces presidente del Banco Central Europeo, compareció ante el Congreso de los Diputados de España. En esa ocasión, tuve la oportunidad de recriminarle una política monetaria destinada a favorecer a la clase rentista , con nula preocupación por las condiciones sociales de los trabajadores. Le señalé que la pésima gestión de su antecesor debería ser motivo suficiente para enfrentar consecuencias legales, y que quizás él tuviera que hacer lo propio por contribuir al desmantelamiento de los servicios públicos que proporcionan cohesión social. 

Irónicamente, hace unos meses Draghi reconoció en una conferencia que la política europea, al haberse centrado en la reducción de costes salariales, había debilitado la demanda y el modelo social. Ahora parece muy preocupado no sólo por la política industrial en Europa sino también por la estabilidad del modelo de social europeo. 

El problema es que el neoliberalismo ha dejado una huella profunda en la sociedad. La pregunta relevante es: ¿qué tipo de sujeto sociopolítico podía crear una política pensada para expulsar al demos de la esfera pública al tiempo que le disciplinaba en el centro de trabajo?

El ajuste neoliberal del que la población europea fue víctima desde 2008 hasta, al menos, el año 2014, no fue únicamente una política económica destinada a sanear las finanzas públicas. Fue, ante todo, una política de clase para disciplinar a las clases trabajadoras. Esas políticas, una combinación de austeridad fiscal (bajadas de impuestos a los ricos y subidas a los pobres), austeridad monetaria (políticas en beneficio de los acreedores y en contra de los deudores) y austeridad industrial (represión salarial y laboral), provocaron la destrucción de los servicios públicos y los lazos comunitarios y el crecimiento de la desigualdad. 

El neoliberalismo fue creando un sujeto social que, lejos del que habían concebido teóricamente los neoliberales -se decía que el ser humano del futuro sería uno racional, autónomo y libre-, manifestaba una pulsión destructiva, reaccionaria, apolítica y profundamente nihilista. El neoliberalismo disciplinó a la clase trabajadora, sometiéndola mediante la represión salarial y civil, para que aceptara el orden natural de las cosas bajo el capitalismo. De esa manera, constituyó un sujeto descreído, apático, individualista, temeroso y muy frustrado. Exactamente el campo de cultivo que siguen labrando los nuevos movimientos reaccionarios.

En todas partes, desde Estados Unidos hasta Argentina, pasando por España, Francia o Brasil, las fuerzas reaccionarias señalan a las minorías étnicas, al feminismo y a los valores económicos y culturales de la izquierda como responsables de los males que aquejan a la sociedad contemporánea. Esos males pueden ser percibidos como deterioros en la situación económica o como un sentimiento de agravio, o bien una combinación de ambos. 

En un contexto de crisis ecosocial, donde cada vez es más evidente la escasez absoluta de ciertos recursos imprescindibles para el modelo de desarrollo actual, la idea inoculada a través de estos valores es la de la creación y protección de zonas de privilegio (étnico, nacional y de clase). Lo que se vislumbra en el horizonte no son sociedades democráticas, ni siquiera de mínimos, sino formulaciones neofeudales donde se restauran órdenes morales de privilegio para los sectores agraviados (blancos, hombres, nativos). 

Todavía sigue corriendo la tinta entre los intelectuales progresistas al respecto de cómo frenar a la bestia reaccionaria. No hay consenso, y probablemente las recetas más adecuadas dependan de las singularidades nacionales. Pero si queremos impedir que la bestia reaccionaria siga alimentándose de la frustración ciudadana, uno de los objetivos centrales debe ser reconstruir los lazos comunitarios, especialmente los servicios públicos, y las libertades laborales. Diques de contención de la ultraderecha, sobre valores democráticos, y expansión de los derechos y libertades de los trabajadores. Por más que lo pienso, no veo otra fórmula.

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