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No sé decirle a mi padre que me cae mal Carlos Alcaraz

Carlos Alcaraz en Londres

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Con mi padre hablo de muchas cosas, pero no tenemos aficiones en común, así que cuando voy a verle me siento a su lado a ver la tele. Ojalá ser Leila Guerriero para describir la escena mucho mejor, pero solo somos dos señores con las piernas cruzadas siendo testigos en silencio cómplice del gol de Zidane contra el Leverkusen en ese canal que tienen de onanismo autorreferencial y narcisista que es Real Madrid TV. La otra tarde, después de comer, vimos cómo Alcaraz sufría contra Sinner en las semifinales de Roland Garros en las que mi paisano acabó ganando con mi padre sumido en un éxtasis de murcianidad olímpico-tenística que me habría encantado compartir con él, como sí lo hacemos con el gol de la novena champions. Lo que pasa es que no sé cómo decirle a mi padre que Carlos Alcaraz no me cae bien. En su día lo intenté con Rafa Nadal, le dije: me parece un terrateniente casposo y un merluzo de galería de coleccionista. Mi padre me dijo que no hacía falta ser muy listo para ser tenista, que solo hay que correr de lado. Me fascina su capacidad para separar obra de artista. Yo llevo tatuado a Hemingway tecleando una máquina de escribir y de un tiempo a esta parte voy diciendo que es Súper Mario haciendo la trimestral. Además, es un ejemplo horrible para un deportista de su nivel; por eso de pretender jugar lesionado hasta los cuarenta años. Si él se hace un Grand Slam con el hombro dislocado, un bypass triple y un constipao veraniego, ¿por qué no ibas tú a currar hasta los setenta? Pues nada, que Rafa es intocable.

Ocurre con tantos otros; estoy seguro de que si Fernando Alonso o Andrés Iniesta irrumpiesen a tiros en un orfanato, él cambiaría rápidamente de tema a la vez aquella que adelantó a Schumacher en Mónaco. Concedemos a nuestros ídolos un salvoconducto moral en el que su vida personal no importa en absoluto; casi que les damos un segundo DNI e inmunidad diplomática. La otra cosa que solemos hacer es sorprendernos ingratamente cuando descubrimos que nuestros referentes son auténticos imbéciles.

Con Alcaraz me pasa como con la rojigualda o con Nadal, solo que de este se han apropiado en tiempo récord. No sé explicarle a mi padre que, para un murciano del que no se ríen ahí fuera, se lo lleven Pepín Liria y José Antonio Camacho a los toros y lo estén convirtiendo en un tablón de anuncios como el maillot de un ciclista con sus patrocinios, homenajes y encomios sacramentales. Que la Marca Murcia siempre lleve el estigma de lo rancio, ni un atisbo de progresismo –qué palabra tan horrible y a la vez tan apaciguadora– de lo que Murcia exporte; Miguel Maldonado, si eso. Me cabreó ver la reacción a la noticia del buen resultado de Alvise y Vox aquí; hubo quien no tardó en llamarnos analfabetos. Será que en Francia o en Austria nadie lee. Esta oleada neorreaccionaria nos va a derribar a todos y tenemos que confrontar y pelear por cada símbolo que nos representa, pero eligiendo bien al enemigo. Dicen que hay que resignificar y darles la batalla cultural y no ceder espacios ni figuras pero, visto lo visto, mejor será que siga con las piernas cruzadas al lado de mi padre, que para algo que hacemos juntos no es cuestión de estropearlo.

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