Hace unos días se suicidó Helena Ramírez, una mujer trans que trabajaba en el Ministerio de Cultura. La vi muchos días salir y entrar con sus compañeres a la hora del desayuno por la puerta giratoria que da acceso a ese edificio de la Plaza del Rey de Madrid. Tras cruzar tantas veces esa estructura de vidrio, la vida no le dio a Helena una puerta giratoria vital, la posibilidad de avanzar gracias a ese eje que permite seguir cruzando una entrada, tener una nueva oportunidad. Solo encontró la salida: las puertas giratorias no funcionan en las vidas de las trabajadoras, mucho menos si eres una trabajadora trans. Todo lo más, recibes un homenaje póstumo como el que le hicieron en ese mismo edificio. Allí se dijo que la había matado la soledad.
Helena Ramírez fue durante décadas activista por los derechos de las personas trans. La vi también en muchos de esos actos y así la ha recordado Carla Antonelli, impotente de tristeza: “Guerrera, activista, irredenta, peleona, luchadora, inagotable, infatigable. Sí, estaba allí en 1999 cuando se presentó en el Senado la primera intentona de una Ley de Identidad de Género, en la batalla por la consecución de la Ley 3/2007, en las huelgas de hambre, en las peleas por la Sanidad Pública, en todas y cada una de nuestras reivindicaciones. Pero hoy no pudo más y acabó con su vida”. La pregunta que debemos hacernos es por qué una persona “perseverante e inconformista” no pudo más. Con rabia y desgarro lo explica Carla en ese mismo texto de despedida a Helena: “¿De verdad creen que las guerras abiertas sobre nuestras vidas y los señalamientos son inocuos y no pasan factura? Actores y actrices principales de estas inmundicias y miserias, no miren para otro lado, porque sí, son parte del todo, malditas y malditos seáis”.
Helena Ramírez tenía un aspecto poco convencional, una pinta algo excéntrica, siempre con aquel gorrito sobre su melena canosa. Tenía la apariencia de una persona que se salía de la norma binaria, una apariencia un tanto ambigua, probablemente todo lo que una mujer trans de casi setenta años pudo hacer para que su cuerpo estuviera de acuerdo con su identidad y, sobre todo, para que no chocara con las expectativas de los demás. Aún hoy, aunque la Ley Trans eliminó el penoso requisito de seguir dos años de tratamiento hormonal para poder acceder a la rectificación del sexo registral, muchas jóvenes personas trans someten sus cuerpos a la hormonación para ser aceptadas en el género con el que se identifican. Para acabar siendo lo más parecidas a lo que se supone que deben ser un hombre o una mujer cis, es decir, para ser reconocidas, deciden tomar estrógenos o testosterona. La sociedad binarista exige modificaciones en tu cuerpo. Y ni siquiera así tu vida, tu vida trans, valdrá tanto como la suya. Por diferente, por libre. Malditos y malditas.
Sería ingenuo o hipócrita creer que la ofensiva que están sufriendo las personas trans no tenga nada que ver con el suicidio de Helena Ramírez. Quizás Helena se habría suicidado igual, pues el índice de suicidios de las personas trans es mucho más elevado que el de las personas cis, tras toda una vida de discriminación (en la familia, en la escuela, en el trabajo, en los medios, en la calle). No es una discriminación abstracta, sino un rechazo tan explícito, una crueldad tan sostenida, un desprecio tan violento, que acarrea con frecuencia el impulso de poner fin a la propia existencia para acabar con tanto sufrimiento. Si toda esa discriminación no ha acabado contigo antes, puede derivar en la soledad a la que hicieron referencia les compañeres de Helena en el Ministerio de Cultura, y el horizonte de una vejez así puede resultar abismal. Me niego, no obstante, a aceptar que el infierno en que, tanto la ultraderecha como eso que viene llamándose “feminismo radical” (qué usurpación de términos), han convertido las vidas de las personas trans no tenga nada que ver también con su muerte.
¿De verdad alguien puede creer que, tras tantos años de lucha en defensa de la dignidad, tras toda una vida de resistencia ante los ataques injustos, no afectara a su ánimo, a su salud mental, a sus ganas de vivir, que la transfobia de unos y de otras se volviera horda insultante? ¿De verdad alguien puede creer que una persona que se ha dejado la piel en la batalla política por el reconocimiento de derechos humanos puede llevar como si nada el retroceso en esos derechos que supone la reforma de las leyes trans en la Comunidad de Madrid? ¿De verdad alguien puede creer que el rechazo burlón de otras mujeres no arroja a una mujer trans a la más profunda e insalvable oscuridad, que le da igual que la califiquen de monstruo, que le resbala que hagan bromas de machirulo sobre su aspecto, su cuerpo, su intimidad, su elección, su persona?
Cualquiera ha podido ver cómo se han llenado los medios de comunicación y las redes sociales con esos insultos, esas agresiones, esa violencia ajena que puede llegar a matarte con tu propia mano. Lo ha hecho la ultraderecha y lo han hecho muchas mujeres encubiertas con la bandera del feminismo. Y no sólo lo han hecho en las emisoras fascistas o en la cloaca tuitera, sino en sesudos congresos presuntamente feministas. Lo han hecho mujeres relevantes y presuntamente respetables, desde viejas profesoras universitarias a mediocres escritoras de fama espuria. ¿De verdad creen estas mujeres que llamar “tío con faldas” a una mujer trans no puede sumirla en la vergüenza y la depresión y abocarla al suicidio? ¿De verdad no sienten ni una punzada de culpa por ejercer esa crueldad contra personas vulnerables? Del fascismo no esperábamos nada, sólo cabe combatirlo, pero ¿qué feminismo es ese que se le asemeja?
La transfobia se lleva vidas por delante, se las sigue llevando. Por eso la exministra Irene Montero hizo historia en España con la redacción y la aprobación de la Ley Trans. La historia que merece la pena, la historia que hace justicia con las vidas inocentes y hace mejor la sociedad. El Consejo de Europa pidió hace unos días a los países de la UE que regulen la transexualidad reconociendo procesos de cambio de sexo legal basados en la autodeterminación de género. Exactamente lo mismo que Ley Trans española que peleó Montero mano a mano con los colectivos indicados: los de las personas trans.
Por pionera y solidaria y responsable, también Irene Montero ha sufrido la venganza política y el acoso mediático. Esos ataques miserables solo revelan que su defensa de los derechos del colectivo trans es más necesaria que nunca. Algunas no pueden más. Quizás la infatigable Helena Ramírez no pudo más.