¿Pero tú no eres de aquí?

5 de abril de 2024 22:20 h

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El café de Alba ocupa la planta baja de un edificio rehabilitado en el número 3 de la calle de San Antón, en el cruce de Acisclo Díaz con San Agustín. Es un local estrecho, pequeño y antiguo, con un pequeño escenario y un piano en una esquina, decorado con la impronta de un local de jazz destinado a cantautores con guitarra acústica, hippies y skaters con complejo de Kurt Cobain. El suelo de baldosa y la iluminación, parecida a la que tendría si de las paredes colgasen lámparas de gas por la noche, dibujan una cartografía saturada de decoración, fotos e instrumentos (violines, trombones, cornetas, trompetas y una flauta travesera) tirados del techo como ristras de ajo; un paisaje barroco. Voy allí a desayunar siempre que puedo (siempre que cobro), como aquella primera mañana del mes de septiembre en que la camarera me preguntó si era escritor y me dijo: “Como se te ocurra escribir sobre mí te voy a dar una hostia”. Hace poco me dijo que si escribía sobre ella solo tenía que pagarle cuatrocientos euros, así que estas líneas van a ser una especie de prueba de fuego, porque no pienso soltar un euro. “¿Ya vienes aquí a inspirarte? Pues a inspirarte al baño, como hacen todos. Los lunes por la noche se llena del artisteo local y provincial en el micro abierto, y todos lo intentan, pero las que acaparan el show son las camareras que, además de poner copas, también son las que mejor cantan y tocan la guitarra y las palmas, y se bajan del escenario tras cantar Me and Bobby McGee mejor que la mismísima Janis Joplin y te traen un montadito de lomo justo después como si nada.

Las propinas se dejan en un gran tarro de cristal con una pegatina que promete dedicar la pasta a pagarles un psiquiatra a Ana y a María, las del turno de mañana. También las aceptan por bizum. Sobre una vitrina frigorífica, tres radios antiguas, grandes, cabezudas y cuadradas como un jugador de basket croata, custodian la entrada. Suelo sentarme en la barra porque me he aficionado a un fenómeno que ocurre al estar ahí sentado y tener a un desconocido al lado: sin darte cuenta estás hablando sin hablar con él; una fracción mínima, la menos íntima de tus pensamientos, se piensa en voz alta, se comparten tímidamente con el de al lado, que hace exactamente lo mismo mientras lee el periódico. Se forja un vínculo subrepticio de cordialidad, una conversación dispersa catalizada por quien anda tras la barra, que suele dar pie a uno y a otro y a veces te incluye en la conversación con una mirada y esa maravillosa pregunta: “¿O no?”. A la que la respuesta siempre suele ser un “claro”.

Ahora me siento a su lado casi creyendo que nos conocemos, por ósmosis inversa, filtrando las partículas de misterio que nos rodean y obviándolas; no somos más que lo que vemos, dos personas tomando café y disfrutando de cómo María vacila a todos los clientes.

–La cuenta, por favor, gracias; perfecto, ¿en paz?

–Cobrado sí. En paz, nunca. Pírate. 

Así avanza la mañana para los tres y yo sigo creyendo conocer al tipo; hasta creyendo conocer a María. Me pregunto si ellos piensan lo mismo que yo o soy el único que se cuestiona todas estas cosas, porque en realidad no sabemos casi nada los unos de los otros. Ella es camarera por las mañanas, yo soy escritor y al otro le gustan más las columnas de Ángel Montiel, de La Opinión de Murcia, que las mías; no sabemos mucho más los unos de los otros. Hoy, el tipo le ha pedido a María un café “sin cafeína”. Sin cafeína son los refrescos, todo lo demás es descafeinado. Qué raro. No conozco a nadie que lo diga de esa forma. Qué raro. Si yo creía conocer al tipo.

–¿Sin cafeína? –le digo.

–Sí, bueno, descafeinado.

–Oye, no eres de aquí, ¿no?

–Soy rumano.

Hemos sorteado la barrera del silencio; nos ponemos a hablar de Rumanía. Es casi tan fácil parecer de fuera como fundirse con los lugareños, como cuando ves a alguien con el Google Maps abierto en una intersección del metro en Madrid. Somos a los que nos dicen que no cojamos el transbordo en Diego de León por mucho que controlemos. Al personaje que interpreta Michael Fassbender en Malditos Bastardos, de Quentin Tarantino, lo descubre un oficial alemán por pedir tres copas con la mano, utilizando un gesto que ningún alemán haría (levantando del meñique al corazón y no desde el pulgar). Creí que el tipo del bar era de Murcia, pero siempre hay un detalle cuántico, microscópico y minúsculo que centellea y descubre otros orígenes, otras culturas. Al salir del Café de Alba hay un semáforo con el mismo efecto que lo del café sin cafeína y el gesto de Fassbender –en este caso para su desgracia–; tiene un lapso de un minuto en el que está en rojo para todas las direcciones y solo los que lo cruzamos varias veces al día sabemos que, en realidad, podemos cruzar los peatones. Un madrileño no lo entendería. Seguro que el rumano del bar ya lo sabe. Aunque pida café sin cafeína.