Es de esperar que, además de para volver a abrir los informativos de medio mundo, la espectacular e icónica manifestación protagonizada el sábado 11N por el independentismo catalán haya servido para que una parte de la España oficial despierte de sus ensoñaciones respecto a un enemigo huyendo en desbandada ante la omnipotencia del Estado español, arrepentido de sus pecados y vilipendiado por una sociedad horrorizada al descubrir el daño causado y lo vano de sus pretensiones.
Está claro que hay una parte de esa España oficial que solo está dispuesta a aceptar las partes de la realidad y de Catalunya que le gustan mientras se empeña en convertir los centenares de miles de manifestantes en decenas de miles. Pero alguien tiene que quedar en el puente de mando que vea con claridad como media Catalunya sigue reclamando su independencia, se siente agredida por la aplicación del 155, no se siente ni engañada, ni estafada, por unos líderes soberanistas a quienes reivindica como presos políticos y a quienes se les perdonarán todas las argucias legales que empleen porque todo vale en la lucha contra el opresor. Ni se van a disolver, ni se van a ir a su casa porque, entre otras cosas, están en su derecho y su demanda es legítima.
Al España nos roba dinero, sumen ahora el España nos roba derechos, libertades y autonomía. No intenten razonarlo. Se trata de un sentimiento, no un argumento o una evidencia científica. Es un sentimiento que no para de crecer desde el referéndum del 1-O. Cojan la encuesta que quieran, todas coinciden en los mismo: España aplaude al Gobierno y el 155 y Catalunya los repudia a ambos de forma abrumadora. La única mayoría que hoy parece clara en Catalunya la conforman aquellos que sienten vigilados sus derechos como ciudadanos y agredidas sus instituciones como catalanes.
No hay nada más volátil e impredecible que un votante que se siente humillado y agredido y vota en defensa propia. Millones de catalanes quieren la independencia y millones de catalanes no la quieren. Las elecciones sólo los cuentan, no resuelven el conflicto. Ni unos ni otros van a desaparecer porque unos u otros los ilegalicen o los ignoren o les nieguen sus derechos. No hay normalidad a la que regresar, ni la normalidad se puede decretar. Hay que construirla de nuevo sobre acuerdos y compromisos que impliquen mayorías transversales. Ya en 1984 el politólogo francés Michel Crozier avisó que no se pueden cambiar las sociedades por decreto. Más de treinta años después vamos a confirmar que tampoco se pueden normalizar por decreto.