Los ciudadanos catalanes detectan las nuevas tendencias para endurecer las reglas de juego que intenta imponer el independentismo en todo el territorio. Se dan por quemadas etapas con prácticas que ya han quedado victoriosamente consolidadas, como la marea de lazos amarillos o el progresivo incremente de rótulos tipo No Pasarán, y ahora el hincapié se pone en una cuestión psicológicamente capital: en subir todavía más el listón de que unos se pueden manifestar pacíficamente y otros, los contrarios no.
De forma creciente a los no independentistas les provocan contramanifestaciones e incidentes violentos cada vez que solicitan permiso para exhibirse y expresarse en la calle, como ha pasado el Día de la Constitución. El argumento fácil es que son simplemente fascistas peligrosos. Esa hostilidad no la protagonizan las familias con niños que asumían el papel central en la etapa blanda de las diadas de las sonrisas, sino grupos bastante reducidos de jóvenes y adultos -alrededor de veinte personas- inidentificables tras sus pasamontañas y con palos de béisbol. Ante sus actuaciones tienen que intervenir los Mossos, y lo hacen. Intentan diferenciar áreas para unos y otros, y fijarlas con barreras de hombres y separadores metálicos, pero habitualmente son desbordados.
Los Mossos en general lo hacen con profesionalidad, por lo que ya son objeto de una creciente y amplia campaña de desacreditación por traidores, aunque hay ocasiones que sus actuaciones recuerdan un poco a las de los árbitros caseros del fútbol. Casi casi como norma suele haber más detenidos, lesionados y pruebas válidas para los juzgados cuando actúan contra los antiindependentistas desmadrados que si lo hacen contra los otros. Pero esta vez, tras sucesos en Girona y Terrassa, les acusan de excesos desde el propio Govern, por lo que se inicia previsiblemente una depuración de mandos, protestas de los sindicatos de Mossos defendiendo la profesionalidad de cuanto se hizo, y una intensa campaña de presión a favor de que se molesten lo menos posible las extralimitaciones de quienes no son constitucionalistas.
Esta estrategia de desazón va acompañada por otras cosas. Por ejemplo, que ahora las cargas contra los manifestantes en los medios públicos de la Generalitat no tienen la repetición de las imágenes más agresivas que se pusieron de moda a todas horas -franja infantil incluida- cuando las efectuó la policía el 1-O. Es lógico, porque son casos diferentes y aquellas salvajadas merecieron también divulgación mediática internacional. Pero en lo de ahora puede hablarse de cierta infrainformación por parte de esos medios públicos. Y tanto sobre los momentos más abusivos de las cargas de los nostres Mossos como de los excesos más agresivos de los agitadores soberanistas. Hay, sin duda, políticas informativas en juego. No es nada extraño si tenemos en cuenta la impudicia con que ha quedado hilvanado públicamente de cara al futuro qué partido independentista controlará qué medio, tanto en radio como en la TV, en los próximos meses, a través de reservarse la designación de los responsables.
Otra novedad provoca chispas pero esta vez dentro del propio sector soberanista: el hecho de que momento las huelgas de hambre de los políticos presos afecta únicamente a procesados de JxCat y no a los de ERC, mientras Puigdemont, que tiene las manos completamente libres para hacerla y darle proyección internacional, en el arranque de esta operación se limita a apoyos solidarios simbólicos. También ha motivado profundo desagrado transversal la manipulación que acaba de efectuarse con la memoria de un capítulo particularmente sensible de la memoria histórica: la Caputxinada.
Se ha querido fagocitar a favor del catalanismo aquel máximo símbolo de la resistencia universitaria y civil al franquismo ocurrido en el año 1966. En el convento de los capuchinos de Sarriá se encerraron y debatieron las bases de un futuro en libertad básicamente antifranquistas, bastantes catalanistas de espectro amplio y los separatistas eran minoría absoluta. Y el estado democrático que querían conseguir no es el que ahora encarna el president Torra. Lo sabemos quienes tenemos edad para recordarlo por haberlo vivido, y lo saben los más jóvenes que han tenido la mínima voluntad para conocerlo con rigor a través de los textos de historia porque fue un hecho que está debidamente clarificado. Este tipo de tics apropiatorios de los actuales impulsores del Procés daña colectivamente mucho.
Pero la estrategia más trascendente que se aplica más que nunca, es apretar a Esquerra Republicana para que no consiga encarar como primera fuerza del país el tiempo futuro inmediato que hasta los independentistas saben que no habrá escisión y la situación será más o menos malcarada pero jurídicamente autonómica. Desde JxSí, la CUP y los integristas del puigdemonismo se intenta desestabilizar a Esquerra desde abajo, para que su base se disocie del actual equipo de dirección, y por arriba, trajinando para que la figura ahora probablemente más flexible que antes de Oriol Junqueras -sin salirse de la ambición indepe- se beneficie lo menos posible de la imagen de cárcel injusta o excesiva ante las clases medias. Hay horror a que le saque tanto provecho como el que obtuvo Jordi Pujol y le permitió situarse en la transición moralmente (palabra inadecuada pero definitoria) por encima de los demás líderes.
Es a esta pinza a ERC a la que tienen que estar más atentos el posibilismo del Gobierno de Sánchez, los miembros de la magistratura dispuestos a reconocer los parámetros actuales de la justicia europea, y la siempre excitada prensa de la derecha y la prensa de la marcha atrás que tanto influye desde Madrid en la carrera de las radicalizaciones de los partidos llamados, ay, nacionales.