En los documentales que exploran la naturaleza del mundo salvaje, una cámara oculta nos muestra el comportamiento de los animales observados tal cual son. Dentro de nuestro hábitat existen otras cámaras, como las de Gran Hermano o las del Congreso de los Diputados que, cada una a su manera, lo que transmiten ya es una puesta en escena, un discurso elaborado para un fin. Es lo que va del documental al reality.
Esta semana seguí la retransmisión de la declaración de José Luis Peñas, exconcejal del PP, en el juicio a la trama Gurtel. Allí, en la pantalla, podía ver sus gestos y los de Francisco Correa sentado detrás, así como oír el relato que hacía de lo sucedido y el esfuerzo por elaborar sus respuestas.
Sin embargo, en medio de ese escenario –grabado rutinaria y explícitamente– aparecieron las grabaciones que él mismo había hecho a escondidas en sus encuentros con Francisco Correa y que recogían las conversaciones entre ambos. Aquellas cintas permitían ver/ oír la realidad en bruto tal cual había acontecido, sin la distorsión de saberse mirado/ escuchado, como los animales en la sabana. Ese material es el que nos da una idea de la brutalidad de lo real: frases inconexas, pensamiento deshilachado, fanfarronería, prepotencia, ansiedad, desprecio, todo movido por un único deseo irrefenable, hacer más dinero.
Como apuntó Peñas, para Correa –quien mandaba, hacía y deshacía como mano derecha del entonces presidente del Gobierno José María Aznar– no se trataba más que de conseguir más dinero, para él todo eran negocios, todo eran business.
En su declaración, el exconcejal insistía en que Francisco Correa no tenía ninguna conciencia de delinquir, como si esto le resultara sorprendente –o tal vez fingiera esa sorpresa como una manera de diferenciarse de él y hacerse perdonar el hecho de haber estado a su lado–. Lo cierto es que muchos políticos y empresarios en España no han tenido conciencia de delinquir porque no han tenido conciencia cívica. Un depredador no tiene compasión de sus víctimas; no hay sorpresa, si así es la vida.
Esa misma falta de conciencia cívica, de respeto a lo público, es lo que lleva a Esperanza Aguirre a detener su coche en segunda fila para sacar dinero de un cajero o a Sáenz de Santamaría a aparcar en el carril bus para entrar a una tienda. Para esas personas se trata de un comportamiento instintivo que responde al orden natural; son escenas salvajes captadas por las cámaras sin que sus protagonistas se hayan retocado para salir en la foto.
En el número de Vanity Fair del pasado mes de octubre se reproducía algún sms de Francisco Nicolás Gómez, “el pequeño Nicolás”, y el redactor advertía: “Hemos corregido las faltas de ortografía”. Pues mal hecho, porque convendría mostrar tal cual la ignorancia o el lugar asilvestrado desde donde se maneja esta gente, antes del maquillaje o de la producción a la que se someten o les someten los medios (en este caso el artículo va acompañado por una serie de fotos en las que Nicolás Gómez posa vestido como un modelo).
Es difícil soportar que se alcen como defensores del orden aquellos que se mueven entre tejes y manejes, entre enredos, instintos primarios y actos incívicos para provecho propio. Es indignante leer el sms de Nicolás felicitando a Juan Carlos de Borbón por reconciliar a “las dos Españas”. Cuesta escuchar a la vicepresidenta en el Congreso alertando de los desórdenes a los que llaman las propuestas de Unidos Podemos, acusándoles de alentar los desacuerdos frente al “acuerdo constitucional”. Y es casi imposible soportar el cinismo de Aguirre o Rajoy cuando juegan la baza de intimidar con que viene el coco.
Porque, cuando enfrentan el orden al caos, ¿de qué orden hablan? Del que les permite los amaños bajo cuerda y la vista gorda ante el delito. Hablan de su desorden, del que sacan beneficios. Y bueno, así es nuestra oligarquía, bienvenidos a nuestra selva, al desorden del sálvese quien pueda donde se hacen los negocios; unos negocios que, si nos llegan, es ya editados y convenientemente falseados por las cámaras amañadas. Son aquellos que obstentan el poder los que han roto cualquier pacto de convivencia. Y lo peor es que hoy por hoy se presenta ese desorden como el único orden posible.