En las últimas semanas hemos asistido en redes sociales a una cierta polémica sobre el valor de la ortografía: por un lado, están quienes consideran irrenunciable el cumplimiento de las reglas ortográficas e incluso dicen ver en la pulcritud ortográfica una muestra de inteligencia o rigor. Por otro lado, algunas voces señalan la ortografía como posible fuente de discriminación o de desigualdad social.
La ortografía es, fundamentalmente, un consenso social. No bajó Moisés del monte con las leyes de la ortografía escritas en piedra tal como fueron reveladas por el dios de las comas. En realidad, toda la lengua es pura convención. El motivo por el que al mueble de cuatro patas sobre el que colocamos cosas lo llamamos mesa y no abejaruco es, simplemente, que tenemos un acuerdo tácito entre hablantes de que así lo vamos a llamar. No hay nada inherente a la mesa (o al abejaruco) que haga que lo llamemos así. En ese sentido, toda la lengua es pura convención. Pero en el caso de la escritura, todavía más. No adquirimos la habilidad de leer y escribir por ósmosis del entorno (como sí hacemos con la lengua hablada), sino que alguien nos instruye en ello. Aprender a escribir consiste en interiorizar ese consenso un tanto artificial y arbitrario que establece cómo vamos a representar gráficamente lo que decimos.
En la ortografía colisionan dos fuerzas contrapuestas: por un lado, la pronunciación, por otro, la etimología. En las ortografías que priman la pronunciación las palabras se escriben atendiendo a cómo se pronuncian. El criterio etimológico, en cambio, prioriza que las palabras se escriban como se escribían en el pasado (en su lengua de origen, por ejemplo), aunque esa representación gráfica no recoja bien su pronunciación actual. La ortografía del español es bastante transparente y tiende a priorizar la pronunciación: si vemos una palabra escrita, sabremos cómo pronunciarla aunque no la hayamos escuchado nunca previamente (cosa que no pasa en otros idiomas, como por ejemplo el inglés). Sin embargo, nuestra ortografía no es plenamente fonética porque la relación entre sonidos y letras no es siempre unívoca: algunos sonidos son representados por diversas letras (como la be y la uve), y el hecho de que se escriba con una u otra letra no es deducible a partir de la palabra en sí, sino que tenemos que sabérnoslo. Tras estas excepciones opera el criterio etimológico: el hecho de que una palabra se escriba con be o con uve, con ge o con jota (o cualquiera de las otras letras que generan dudas) suele venir determinado porque originalmente se escribía así (por ejemplo, en latín). Buena parte de nuestras haches actuales provienen de antiguas efe latinas (por ejemplo, horno se escribe con h porque nos viene del latín furnus).
Lo de mantener explícita la relación entre una palabra y su origen etimológico sería una causa muy noble, de no ser porque suele causar bastante incordio a los hablantes a la hora de saber cómo se escribe una palabra. Parece poco razonable para el hablante de hoy en día tener que estudiar latín para aprender a escribir su propia lengua. La única solución para aprender a escribir correctamente las palabras que generan dudas es tirar de memoria visual, trucos mnemotécnicos o práctica durante nuestra etapa escolar. En este sentido, podemos decir que la ortografía española es fonética ma non troppo: sobre la transparencia cartesiana de nuestra ortografía se cierne una capa etimologizante no despreciable difícil de justificar si no es desde la posición de que “es que siempre lo hemos escrito así”.
Pero quizá el gran elefante etimológico en la habitación de la ortografía española sea el de la vacilación Z/S. A los hablantes de español nos encanta presumir de ortografía transparente (sobre todo cuando la comparas con otras lenguas vecinas mucho más opacas, como el inglés o el francés), pero lo cierto es que la inmensa mayoría de hispanohablantes no diferencia entre el sonido Z de zueco y el sonido S de sueco. Si nuestro dialecto (es decir, si el español de nuestra zona) distingue estos dos sonidos, no hay duda posible sobre cuándo va con Z/C y cuándo va con S y no cometeremos faltas en esas palabras. Pero la cantidad de hablantes de español que distingue entre estos dos sonidos es minoritaria. Si tenemos que poner por escrito una palabra que lleva el sonido Z/S y nunca la hemos visto escrita, es fácil que no sepamos cómo escribirla. Para la gran mayoría de personas que habla español, saber cuándo una palabra va con Z o con S puede acabar siendo un ejercicio de memorística como lo son haches y jotas. Entre que para escribir una palabra baste con saber cómo se pronuncia o haga falta haberla visto escrita previamente hay una diferencia no despreciable. En ese sentido, es interesante pararse a pensar cómo el dialecto del que partamos puede hacernos tener una posición más o menos ventajosa a la hora de aprender a escribir o de tener más o menos faltas de ortografía. Y el motivo por el que sale beneficiado un dialecto frente a los demás no es ni siquiera numérico (no hay más hablantes que distingan S/Z que hablantes que no distingan), sino histórico.
Las personas que cacarean con orgullo las bondades de la muy transparente ortografía española suelen, sin embargo, recibir con desconfianza las propuestas de abolir la distinción S/Z en aras de esa misma transparencia, arguyendo hipotéticas confusiones polisémicas, como la imposibilidad de distinguir por escrito cocer y coser. Estas posiciones (que recuerdan a la de los solotildistas recalcitrantes que buscan ambigüedades imposibles para justificar su nostalgia tíldica) olvidan que la polisemia es una característica inherente a las lenguas naturales y que esa ausencia de distinción ya ocurre de facto en la oralidad para millones de hispanohablantes, sin que reine por ello el caos lingüístico entre ellos.
La cuestión sobre si se debe priorizar el criterio fonético o el etimológico a la hora de escribir una lengua no es moco de pavo: los niños escolarizados en lenguas con ortografías transparentes tienden a aprender a leer antes que aquellos niños que se escolarizan en lenguas con ortografías etimológicas. De hecho, el tiempo de descodificación (es decir, el tiempo que tarda un hablante en reconocer una palabra escrita) es menor en las lenguas con ortografías transparentes. Las lenguas con ortografías transparentes son también más accesibles para personas con dislexia. No obstante, no debemos pensar que detrás de las ortografías etimológicas se esconde una mano negra queriendo amargarle la vida al personal a golpe de dictados. En realidad, una lengua con ortografía transparente puede acabar convertida en etimológica sin planificarlo: si la pronunciación de una lengua cambia más rápido que su ortografía, es fácil que con el tiempo una lengua cuya ortografía era originalmente fonética devenga en etimológica.
Visto que tener una ortografía transparente nos beneficia a todos, quizá sería buena idea abandonar el sentimentalismo con el que a veces recibimos los cambios ortográficos y abrazar aquellos cambios encaminados a mantener nuestra ortografía lo más transparente posible. Cuando los lingüistas hablamos de la dimensión social que tiene la ortografía y de las desigualdades que puede generar no lo hacemos porque queramos ver el mundo arder, ni porque aboguemos por la destrucción de cualquier regla ortográfica. Es ventajoso que exista un estándar ortográfico conocido y reconocido por toda la comunidad de hablantes. Nadie discute los innegables beneficios de la alfabetización y de la escolarización. Pero quizá sea buena idea quitarle el poso de misticismo y trascendencia que algunos quieren atribuir a la ortografía y observarla como lo que es: un artefacto sociocultural cuya existencia y valor descansa exclusivamente en el acuerdo entre hablantes. Y como pacto que es, es susceptible de ser revisado, adaptado y modificado por las partes interesadas.