Qué paciencia hay que tener con los políticos

Nadie dijo que iba a ser fácil. Lo que no nos contaron es que a los partidos les iba a costar tanto afrontar la nueva realidad política española. A veces, uno tiene la tentación de que esta gente no lo pilla, que no se entera, que aún creen que están en 1985, 1995 o 2005. Luego, llegas a la conclusión de todo es condenadamente difícil. Y eso antes de empezar a hacer sumas con los escaños de cada partido.

En esta partida, hay unos que tienen buenas cartas, buenas pero no extraordinarias (el PSOE), pero que no se fían de su compañero de juego. Otros las tienen peores (el PP), pero creen que si montan un escándalo, pegan un puñetazo en la mesa y se levantan amenazando con largarse, les irá mejor. Y hay un tercero (Podemos) que ha decidido olvidarse de lo que tiene en la mano y se lanza a tirar órdagos a todo: la grande, la pequeña, pares, juego, lo que sea, y si los demás creen que no sé jugar a esto, que les den.

Primero, el teatro del absurdo. Rajoy dice que pasa de la opción de intentar formar un Gobierno. Admite no ya que no cuenta con votos que le permitan la investidura, sino que existe una mayoría absoluta en su contra. Todos odian a Mariano. Y el tipo no tiene inconveniente en admitirlo. Pero eso no quiere decir que haya tirado definitivamente la toalla. Va a esperar. ¿A qué? A que algunos dirigentes de su principal rival le hagan el trabajo sucio. Tienen que cargarse a Pedro Sánchez (el método queda a su elección) para que después sea posible el Gobierno de gran coalición. ¿A cambio de qué? Una serie de vagas promesas que no le comprometen a nada o a muy poco.

Sánchez se mueve con lentitud con miedo a que si pisa el acelerador, se estrellará contra el muro. Hay gente en su partido que no llamará después a una ambulancia. Ya han alquilado un coche fúnebre para que se lleve los restos. Ahora se ha enterado de que Rajoy no quiere pasar por la sala de tormentos del Congreso en una sesión de investidura y está indignado. El PSOE dice en un comunicado que “Rajoy tiene la obligación constitucional de aceptar el encargo real y presentar su candidatura a la investidura o renunciar definitivamente a ella”. No hay ningún artículo en la Constitución que diga eso ni nadie espera que un partido reciba órdenes de su mayor rival.

La cosa no acaba ahí. El PSOE anuncia que “no va a emprender negociaciones con otras fuerzas políticas para intentar fraguar una alternativa de Gobierno estable”. Ha pasado un mes de las elecciones, pero hay gente que no se siente concernida. Ah, pero siempre dicen que les mueven los intereses nacionales, no los partidistas. Faltaría más. Quizá sea porque el tema partidista les obliga a mirar de reojo a los Díaz, Madina y Rubalcaba. Tampoco hay que negar la evidencia. Esta gente tiene mucho peligro.

Sánchez también debe tener en cuenta el factor mediático. Los grandes medios de comunicación, fundamentalmente la prensa, apuesta sin disimulo por el Gobierno de gran coalición y para ello emplean el arma definitiva en política: la encuesta cargada de pólvora. En el sondeo de Metroscopia que publica este domingo El País, la pregunta se retuerce con delicadeza para que dé el titular requerido para la portada: con Rajoy y Sánchez fuera de la ecuación, el pacto PP-PSOE está al alcance. Luego se descubre que, según la misma encuesta, la mayoría de los votantes del PSOE están a favor de un pacto con Podemos, pero eso no conviene destacarlo. Mejor dejarlo para el último párrafo.

Podemos sí tiene prisa. Ha decidido pisar el acelerador hasta el fondo, y ya se apartarán los peatones si tienen la mala suerte de encontrarse el coche de frente. El acuerdo con el PSOE es difícil; de lo contrario, nadie se creería que Podemos está dispuesto a cambiar de verdad el sistema político. Pablo Iglesias ha optado por la vía más arriesgada y desmentir la idea muy extendida en España de que en un Gobierno de coalición el segundo partido siempre lleva las de perder; si las cosas van bien, porque el mérito se lo lleva el primer partido, y si van mal, porque las culpas se reparten por igual.

No se puede negar la valentía del gesto. Que funcione es otra cosa. El primero que salta de la trinchera tiene todas las papeletas para llevarse un tiro en la frente. Pero si no salta nadie, todo seguirá igual y nos veremos abocados a una larga guerra de desgaste de consecuencias no muy alentadoras.

Hay mucho de macho alfa en las declaraciones de los líderes. No es una casualidad que todos sean tíos. Negociar es sinónimo de ceder, y parece que eso no es digno de tanta masculinidad, gesto duro y palabras condescendientes. Iglesias parece encantado con la idea de mover titulares, pero créanme si les digo, después de muchos años en una redacción, que eso no es muy complicado de conseguir. Sí es cierto que quien lleva la iniciativa en política, lleva ventaja sobre los demás. Aun así, el día tiene 24 horas y eso da mucho tiempo para ponerse a la altura de los que van por delante.

En cualquier caso, los desafíos políticos exigen algo más que golpes en el pecho de los aspirantes a caudillos de la manada. Los dirigentes socialistas que consideran un insulto o una falta de respeto la oferta de Iglesias sólo delatan el miedo a un acuerdo que ponga a Sánchez en La Moncloa y le blinde ante las maniobras para sustituirlo en el liderazgo del PSOE. O quizá piensan que estamos en 2005 y que los demás partidos están deseando ofrecer el poder a los socialistas a cambio de nada o de un puñado de euros.

Escuchamos con frecuencia a muchos decir que hay que estar a la altura de los nuevos tiempos de la política. Se ha convertido en una expresión vacía, apta para los que hablan mucho sin decir nada. Sin duda son tiempos de aprendizaje para todos, no sólo para los políticos. Lo que está claro es que si nadie se arriesga, si todos se quedan sentados en el sofá a la espera de que alguien les llame para decirles que son maravillosos, nos encontraremos dentro de un mes en la misma situación que ahora.

“La realidad me ha impedido cumplir mi programa electoral”, dijo una vez Rajoy. Esperemos no encontrarnos muy pronto en otra campaña electoral en la que un político pronuncie una frase tan patética como esa.