Esta semana Pablo Iglesias se reunió con la plana mayor del empresariado catalán. Algunas preguntas que le han hecho durante el encuentro puede que no se las hagan a otros candidatos. Esta, por ejemplo: «¿Cree en la propiedad privada?». La pregunta encierra una preocupación previsible y es mejor dejar constancia desde el principio de la razón que inquieta. Otra, en cambio, es impropia de quien la hace: «¿Cree en el esfuerzo y el talento?». Era una reunión simétrica en la que un candidato cambia puntos de vistas con un núcleo de poder y no un test psicotécnico. Pero hubo una cuestión fuera de toda previsibilidad: «¿Cree en Dios?». Iglesias respondió primero con ironía «Dios es un significado en disputa» y acotó, acto seguido, con sentido común: «creo en la “sensatez” del papa Francisco».
Si bien la pregunta fue inesperada no por ello deja de ser pertinente. La religión es un marco de referencia que en España ha servido para la construcción del franquismo sociológico que aún hoy es influyente y que se expresa, entre otros relatos, a través del miedo. No hace falta irse hasta los días de Georges W. Busch que se movía en territorio bélico delimitando el mundo entre el bien o el mal o cuando esbozó una escena apocalíptica para transferir del Estado a la banca una línea de crédito de 700 mil millones de dólares: “Todo está en riesgo si no se actúa; el fin toca a nuestra puerta si no socorremos a la banca”. ¿Acaso el entonces presidente Mariano Rajoy no esbozó el mismo argumento para transferir recursos a las entidades financieras y ejecutar su programa de recortes? Ahora usa un discurso religioso similar: o nosotros o los extremistas. Y señala un marco de referencia para corporizar el temor: Venezuela. He allí el infierno, señala. Albert Rivera, incluso, vacío de relatos propios, se aventuró a cruzar el Aquerón en busca de la palabra revelada para mover las encuestas.
Zigmunt Bauman valora a Dios como un hecho social que no se puede negar por la sencilla razón que surge sin que haya sido convocado, dado que nace de la incertidumbre humana, y eso implica que existirá siempre o al menos hasta que se extinga la especie, ni un segundo antes. A los dioses se les escucha porque se está obligado a escucharlos sin tener el derecho recíproco de que nos escuchen. Ser Dios significa tener un derecho inalienable e indivisible al monologo. En este sentido, la política pugna por conquistar el espacio de la religión, ya que ambas compiten por un mismo público: «personas agobiadas por el peso de una incerteza que trasciende su capacidad individual o colectiva de comprensión y de acción para ponerle remedio».
El empresario catalán que le hizo la pregunta a Iglesias no estaba intentando averiguar por sus opciones espirituales, pretendía obtener por esa vía la confirmación o no de la existencia de un espacio de convergencia para atenernse a códigos comunes. La respuesta de Pablo Iglesias no debe haber generado demasiada paz en el alma de su interlocutor ya que el político puso un intermediario en el camino: Francisco. Y, se sabe, que el rol de los intermediarios es asumir el conflicto y buscar vías de entendimiento pero no negarlo. Ese sería el rol de Dios, el absoluto: «o nosotros o el caos».
En un verso de La vocación del poeta Hölderlin escribe: “no es la presencia de Dios sino su ausencia lo que consuela al hombre”. De existir su presencia sería insoportable y el empresario constataría algo que tendría que haber aprendido en su formación: no mencionarle en vano.