En un país ordinario

26 de septiembre de 2021 21:34 h

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Todo el embrollo jurídico desatado en torno a la detención de Carles Puigdemont se resume, en realidad, en una explicación bastante lógica y sencilla. El Tribunal General de la UE no adoptó medidas cautelares respecto a la suspensión de la inmunidad del europarlamentario porque entendió que la orden de detención estaba desactivada. No había, por tanto, riesgo de que fuera detenido y no eran precisas la cautelares, aunque, en caso de que lo fuera, el Tribunal avisaba de su intención de conceder aquellas que la defensa de Puigdemont pudiera solicitar hasta que el propio tribunal resuelva el recurso contra la retirada de la inmunidad, única y exclusivamente para ser juzgado en los términos solicitados al Europarlamento por el Tribunal Supremo. 

El Tribunal General entiende desactivada la orden no por un pálpito, sino porque así se lo comunica el Reino de España y porque resulta la consecuencia lógica de las cuestiones prejudiciales presentadas ante el Tribunal de Justicia de la UE por el propio juez Pablo Llarena. De hecho, Puigdemont no podrá ser juzgado hasta que se resuelvan dichas cuestiones preliminares; algo para lo que el TJUE se va a tomar su tiempo ya que las tramita por vía ordinaria, no de urgencia como pretendía el TS.

Así funcionan las cosas en las instituciones y los países ordinarios. Si un juez plantea cuestiones sobre una causa que puedan afectar a derechos fundamentales de un ciudadano, que además es parlamentario, el procedimiento se detiene hasta que se resuelvan, para no correr el riesgo de causar daños irreparables en los derechos de los afectados. Si una orden de detención no puede cumplirse jurídicamente, se desactiva y se retira por el bien del propio sistema. 

Sucede así porque, en un país ordinario, el derecho penal se rige por el principio fundamental de garantizar los derechos de los ciudadanos, no de que se haga la voluntad de los jueces por cualquier medio necesario. En un país ordinario los jueces están al servicio de la ley, no la ley a su servicio. Tampoco resulta frecuente ver a diputados y senadores reclamando en los medios que se entregue a tal o cual ciudadano para que pueda ser condenado con todas las garantías; una práctica más propia de los estados del lejano oeste que de países europeos y ordinarios.

Antes de que Puigdemont pueda ser extraditado y juzgado han de resolverse dos procedimientos abiertos ante la Justicia europea, uno de ellos iniciado incluso por el órgano que pretende detenerle. La orden de detención debería haberse desactivado por completo en el sistema porque deben sustanciarse antes cuestiones sobre derechos fundamentales de un ciudadano ante la jurisdicción adecuada, porque así se garantizan mejor esos derechos, por respeto a la Justicia, a la Justicia europea y a la condición de europarlamentario y, sobre todo, por prudencia institucional del propio Supremo. Someter a la institución a un nuevo revés judicial por empeñarse en hacer cumplir una orden jurídicamente imposible parece de una frivolidad tan irresponsable como culpable. 

Como bien resuelve el juzgado de Cerdeña, la inmunidad de Puigdemont sigue vigente a los efectos de ejercer sus funciones como europarlamentario. De hecho, durante estos meses ha viajado a Alemania, Holanda o Francia sin que activase ningún programa de control de viajeros o alerta Schengen conocida. Aun dando por buena la historia contada sobre cómo se desencadena la detención, igual que podemos aceptar pulpo como animal de compañía, seguirían sin respuesta cuestiones aún más capitales ¿Qué sentido tiene mantener activa en el sistema una orden jurídicamente inviable? Ninguno ¿Por qué no se ha desactivado totalmente, aunque solo fuera por simple prudencia jurídica e institucional? Desde luego no para un mejor servicio a la Justicia ¿Qué beneficio se espera obtener para correr el riesgo de un desgaste institucional tan difícilmente soportable o reparable? Solo sabemos a quién perjudica: al diálogo y a la política.