Hace treinta y cuatro años, tras el golpe de estado, el Rey de entonces convocó a los partidos españoles de ámbito estatal y los informó de cosas que nunca nos contaron. A aquella reunión no fueron convocados los partidos vascos, catalanes o de otros espacios territoriales porque se trataba, precisamente, de algo que les afectaba y se tramaba contra ellos.
Lo característico de la democracia española es el miedo y los silencios, de modo que ninguno de los asistentes nos contó nada y tampoco nadie preguntó ni pregunta por ello; aún sabiendo como sabemos todos que fue decisiva pues trataba de los límites de nuestra libertad. Y con eso queda dicho todo.
Hace unas semanas Mariano Rajoy ha hecho algo parecido, convocó a la Moncloa a los partidos, asociaciones de empresarios y sindicatos de ámbito estatal, despreciando a los demás aún sabiendo que representan a millones de ciudadanos españoles. Y son legales además, al menos por ahora, ¿no? Lo tremendo es que los llamó para tratar concretamente de Catalunya excluyendo a los partidos e instituciones catalanas existentes, es decir organizó un frente de estado contra lo que la sociedad catalana votó en las pasadas elecciones. Un disparate, por ser suave. Pero un disparate en el que todos los asistentes participaron, aceptaron la exclusión catalana. No soy catalán, pero si lo fuese me sentiría ofendido por lo que es, como mínimo, descortesía.
Y para el caso da igual si a la mayoría parlamentaria la votó el cuarenta y ocho o el cincuenta y uno, es el parlamento y nadie marearía tanto la cifra si el resultado parlamentario hubiese sido el contrario. El parlamento existente es el legítimo, con independencia de si posteriormente toma decisiones que sean o no adecuadas o legales, hay que reconocerlo.
Pero ésta es la democracia española. Y ahora es cuando toca eso de “¿y el paro? Estamos hartos de Catalunya, hay otros problemas. ¿Y el paro?”. Efectivamente, el paro y los problemas sociales están ocultos por el debate en torno al enfado catalán y la pretensión de soberanía explícitamente de la mitad de la población. Y eso es así porque conviene a quien tiene la capacidad de dirigir el juego de conjunto desde las instituciones del estado, los poderes económicos y Moncloa y esos no son el archimentado Artur Mas. Los millones de catalanes no son Mas, por mucho que se ridiculice y se caricaturice lo que ocurre en la sociedad catalana.
No se está hablando del paro y los dramas sociales porque no habrá nunca democracia en España si no se asume que la cuestión nacional siempre ha ido históricamente de la mano de las causas sociales y que el nacionalismo de estado, el españolismo, es la bandera que lo tapa todo y permite que se perpetúe el dominio de los mismos poderes. Quienes de boquilla contraponen la lucha social a la demanda nacional catalana o la que sea debieran constatar que lo que fue el cinturón rojo de Barcelona dejó de votar a la izquierda y ahora vota al PP o, lo que es casi peor, a Ciudadanos. Igual que en Francia Le Pen se nutre de antiguos comunistas.
Por favor, cuando quieran hablar del paro hablen del paro, pero no lo menten para menospreciar el problema político catalán, porque eso es despreciar también el verdadero drama de los parados, una utilización política banal o mezquina. Y a la demanda catalana había que haberla respetado y escuchado antes. Cuando la gente gritaba en las calles con la selección española y sus banderas y gritaba “¡Soy español, español!”, mientras en Barcelona cientos de miles de ciudadanos salían cabreados a la calle a gritar contra el españolismo del Tribunal Constitucional. Antes, sí.
Así, el panorama de la política española y, sobre todo, el paisaje social en su conjunto es un gran fracaso. Un escenario de luchas sin esperanza porque no hay nervio cívico, horizonte que ilusione o proyecto cívico colectivo que no se base en la envidia y el odio. El proceso que nació a partir del año 78, ese proceso político y social de conjunto que, efectivamente, está roto por todos sus costados. Aunque lo que provocó la crisis de estado fue este debate en torno a la incoherencia entre nación y estado. Para conservar cohesión como un estado España solo puede echar mano de ese miedo cultivado celosamente: “España se rompe”. Tan frágil es la base de la convivencia cuando no hay en absoluto un proyecto compartido para la convivencia y colaboración. Un estado para existir tiene que levantarse sobre un proyecto cívico inclusivo, llámese “nación” o como se quiera llamar.
La Transición tuvo tutela externa y conducción por los EE.UU. con la colaboración alemana, ¿pero esta crisis quién la tutela? El nuevo Rey también viajó rápidamente a Washington, pero ¿hasta qué punto están dispuestos allí a inmiscuirse en un proceso de crisis interna como el que vivimos? Mientras nadie cuestione las bases y a la permanencia en la OTAN, ¿hasta que punto les importa que el estado español tenga forma de monarquía o república, estado federal o confederal? ¿Incluso una Catalunya independiente o no, mientras forme parte de su alianza militar estratégica?
Hace cuarenta años la Transición fue diseñada por los EE.UU. y conducida por los poderes del Estado alrededor de la Monarquía y luego pactada con fuerzas políticas que fueron habilitadas para ello, principalmente un PSOE convenientemente expurgado y dirigido por Brandt y un PCE desesperado por un escenario político que se les escapaba de las manos. Desde entonces, los demás hemos sobrevivido o vivido en ese marco lo mejor que hemos podido. El programa del antifranquismo quedó apartado desde el primer momento, pero los pilares políticos sobre los que se edificó el Estado desde la Transición están completamente corroídos.
Se realizó el programa económico, el poder financiero tuvo una evolución controlada desde el franquismo y se fue concentrando en las manos y lugares previstos. En cierto modo tiene algo de razón Mario Conde cuando se retrata como un intruso imprevisto y molesto que fue expulsado y castigado por no tener aval, el trato que se le dio contrasta con el que recibieron y recibirán algunos balas perdidas que pertenecen a los poderes del establishment cortesano. Y, tras la advertencia y corrección de rumbo consecuencia del golpe del 23 de Febrero, el poder político fue convenientemente administrado por uno y otro partido dentro de los límites establecidos previamente y arbitrados por la Monarquía.
Solo la codicia de poder sin límites del PP puso en crisis el juego político con sus mentiras tras los atentados en Madrid en el 2004 y solo el atrevimiento de Zapatero, que pretendió una Ley de Memoria histórica que alteraba el consenso del ocultamiento del pasado que cimentó la Transición y el encaje nacional de Catalunya, creó tensiones hasta alentar conspiración cuartelera. Y todo ese camino condujo a este aquí, donde el Estado muestra explícita y obscenamente su carácter, ruinas, cicatería e intoxicación ideológica de nacionalismo españolista.
¿Quién tutela todo esto? Nadie, desde fuera. Los poderes españoles han madurado lo bastante para controlar la situación. En particular en los últimos tres años ha habido una nueva madurez: la unión íntima entre las empresas del IBEX y los medios de comunicación son la clave del control de lo que ocurre. La democracia ocurre en los medios, en las pantallas de televisión sobre todo, y desde ahí se dirige la opinión pública, se sacude el capote, se difama, se destruye al oponente, se impide el diálogo, el reconocimiento del distinto, del contrario, se juega con las emociones del electorado y se siembra miedo. La clave de que no haya verdadera democracia en España está en los medios de comunicación. La democracia española tiene dueños y son directamente los dirigentes de las grandes empresas que son accionistas de las grandes empresas de comunicación. Son ellos quienes juegan con el PP y el PSOE, quienes introducen en el juego a Podemos y Ciudadanos, quienes arrinconaron sin salida la cuestión catalana, quienes manejan nuestra opinión y nuestro estado de ánimo cada minuto en cada pantalla de la TVE, Cuatro, Antena3, la Sexta, el ABC, la Razón, El Mundo, El País...
El papel de la prensa en la democracia española desde hace tiempo es tristísimo y culpable. Me dirán que nos quedan espacios como este diario digital y algún otro, pero no es muy real, esto que estoy escribiendo aquí se parece mucho al sermón del cura que le riñe a los feligreses presentes en la Iglesia porque la gente ya no va a misa. Y, por favor, que nadie me diga de buena fe a estas alturas que todavía nos queda “El País”. Porque ésa es una buena historia que merece ser contada.
Por cierto, Miguel Ángel Aguilar, bienvenido.